Alejandra Frausto Guerrero, Secretaria de Cultura, se reúne con un grupo de personas en un inmueble del patrimonio cultural de Chiapas que fue afectado por los sismos de septiembre de 2017 para ser restaurado.

el sexenio que transformó la cultura en accesorio

Por María Minera


A inicios de la pandemia, circuló en las redes una encuesta hecha por un periódico de Singapur sobre los trabajos que la gente consideraba más esenciales para la continuidad de la vida pública. Como era de esperarse, la labor del personal de salud encabezaba la lista, seguida de cerca por la de los recolectores de basura. Hasta abajo, como la ocupación menos necesaria de todas, estaba la de los artistas. 71% de las personas encuestadas no lo dudaron un segundo, pues el arte, a su parecer, no sirve para nada: no salva vidas, no se come, no te lo entregan en la puerta ni ayuda a mantener limpio el ambiente. O sea, lo menos útil del mundo. Se podría rápidamente desechar la información allí recogida, ya que Singapur está lejísimos de aquí y, encima, es una isla. Me temo, sin embargo, que el sondeo arrojaría resultados similares si lo lleváramos a cabo en México. Aquí y allá, y supongo que acullá, el quehacer artístico es percibido, no sólo como poco crucial para el buen funcionamiento de una sociedad, sino como algo profundamente superfluo y prescindible. Es más, ni siquiera es visto como un trabajo hecho y derecho. Que un poeta pueda dedicar una mañana completa a poner una coma y después de la comida destinar horas más a quitarla, como hacía Óscar Wilde, suena más a chifladura que otra cosa. Por supuesto, estoy simplificando mucho, como es necesario hacer a veces, sólo para señalar que claramente hay un problema de desafección, de distanciamiento entre productores y consumidores o usuarios culturales; lo cual es lamentable. Pero todavía es más triste que esos cables irremediablemente cruzados se extiendan al ámbito de las políticas públicas, que parecerían diseñadas, una y otra vez, para fracasar –o no estaríamos observando deficiencias tan brutales en el aparato cultural del país, tal vez ausentes en Singapur, cómo saberlo. Entiendo, por ello, los intentos que hacen algunos de colocar la idea de que el sector cultural, no sólo no es ocioso, sino que, por el contrario, genera beneficios que tienen una rotunda expresión macroeconómica, esto es, puntos del PIB, que es el lenguaje que los políticos, de cualquier signo, parecen comprender, pero no voy a entrar ahí, porque me temo que estamos hablando de un universo de cosas en realidad muy difíciles de cuantificar y hasta de nombrar, sin el cual, sin embargo, el mundo sería un lugar bastante desolador –más de lo que ya es para muchísima gente. “El arte es lo que hace la vida más interesante que el arte”, dijo alguna vez el artista francés Robert Filliou. Pero no sólo interesante, añadiría yo, es lo que la hace más vivible. Puede no ser esencial en términos de supervivencia, como lo es un ventilador o una vacuna, pero sí lo es de un modo difuso, volátil. (Se nos olvida cuan expansivo es el arte.) 

La secretaria de cultura, Alejandra Frausto, abraza a una artesana oaxaqueña que sostiene una trompeta en el el cuarto nodo de capacitaciones de ORIGINAL

Pero regreso a la idea de que las políticas públicas en materia de cultura, al menos en México, han estado siempre pensadas para funcionar a medias. No sé por qué escribí “pensadas”, cuando por supuesto que nada allí se cavila; más bien, se improvisa, se sale al paso. Se despacha, pues, en el sentido priista de siempre, intacto hasta hoy, de abreviar los asuntos, de apresurarlos, como si ocupar un despacho público tuviera como única responsabilidad llenar a prisa la agenda de actividades insustanciales que simulen productividad. Una imagen que nos precede y nos hunde: teléfono en mano, pies sobre el escritorio con pila de oficios suplicando la altísima firma, “¡es que no paramos, mano, no paramos!” Cuando en realidad sucede lo contrario: estamos perfectamente detenidos. No hemos avanzado un ápice en la comprensión del fenómeno cultural desde hace décadas, ni hemos hecho el menor intento por desterrar las fórmulas viejísimas que se siguen usando para dizque impulsarlo. Pasan los sexenios y en las oficinas de cultura se mantiene la creencia férrea de que el universo cultural se agota en esos instrumentos demagógicos que nos empeñamos en mantener, aunque sea embalsamados, como el Ballet Folklórico de México –como si no hubiera pasado nada en la danza en setenta años; qué digo en la danza, ¡en el mundo! Muy rara es la vez que un funcionario se toma con seriedad la encomienda y empieza, por ejemplo, por lo más elemental, pero sin lo cual todo lo demás será seguramente inadecuado, insuficiente: entender qué es exactamente lo que tiene a su cargo. Dudo mucho que en los escritorios de la Secretaría de Cultura sepan realmente de qué tamaño es el territorio del que les compete ocuparse –no me refiero al país, sino a todo lo que ahí dentro, que es igual de inmenso, le corresponde atender a este organismo, que más que una secretaría de Estado parece una casa de cultura con aires de grandeza. Hablamos, de entrada, de cientos de espacios escénicos, museos y zonas arqueológicas, pero el asunto en absoluto se agota en los edificios y sitios históricos; de hecho, hay toda una parte, gigantesca, que tiende a lo intangible, para complicar más las cosas. ¿Cómo puede, entonces, lograrse algo sustantivo si ni siquiera se sabe de qué se compone el entramado incalculable (y definitivamente nunca calculado por nadie) de prácticas, agentes, espacios, artefactos, expresiones, saberes, de lo más heterogéneos y cambiantes en el tiempo, que definen, aún vagamente, lo cultural? Si acaso, se atiende, y mal, la punta del iceberg –esto es, la Ciudad de México–, pero todo lo demás cae detrás de la muralla del déficit profundo de atención de sucesivos encargados culturales, cuyo impulso incontenible es correr a poner los recursos no en donde más se necesitan, sino en donde ellos creen que más pueden lucir, basados siempre en la lógica empecinada del “entregable” –inmunda palabreja burocrática– y haciendo gala de una sensibilidad de festival del Día de las madres, cuya combinación fatídica es lo que nos ha traído hasta aquí. Años y años de cosechar despropósitos y desdenes que provienen de no haber entendido nunca que la cultura es mucho más que sus productos (el bailable, la calaverita de azúcar, la pastorela, el recital, el papel picado) y que, de hecho, son los procesos, muchísimo más complejos y, por lo que se ve, para ellos profundamente insondables, donde tendrían que concentrarse los esfuerzos. 

Agrupación artística conformada por niñas, niños y jóvenes de los Semilleros Creativos de Ciudad de México, Morelos y Guerrero en el Centro de Cultura Ambiental, parte de Chapultepec, Naturaleza y Cultura. Al centro se encuentra la secretaria de cultura, Alejandra Frausto.

No es a la ligera que afirmo que las autoridades culturales se dejan llevar por entusiasmos insulsos y momentáneos, que apenas rozan la superficie –salpicada de ocurrencias– de la materia en cuestión; hay evidencias de sobra de que esto es así, o peor. No es que hayan renunciado a la acción de fondo, es que simplemente creen que no hay fondo y que, por tanto, quedarse flotando en las formas (el corte del listón, el discurso ligeramente cursi, la lagrimita, los aplausos, las cifras huecas) es lo que toca hacer. Pero esto no fue siempre así: ahí están los cientos de espacios escénicos y museos de los que hablábamos antes. Es decir, hubo una época en que se pensó que a la par de calles, carreteras, puentes, drenaje profundo, presas, hospitales, tribunales o alumbrado público, era buena idea que este país tuviera bibliotecas, salas de conciertos, escuelas de arte, cinetecas, estaciones de radio y demás. El problema es que la idea se fue desinflando, y poco a poco se dejó, por ejemplo, de coleccionar arte, de construir museos, de edificar teatros. Hace ya varias décadas de esto. Desde luego, caben las excepciones (la red de centros de las artes o la Biblioteca Vasconcelos), pero es un hecho que el impulso decayó y que en su lugar se instaló entre los servidores públicos el clásico modus procedendi dirigido a nada más que salvaguardar el propio pellejo y, con suerte, dejar vistosa huella. Evidentemente, esto no sólo ocurrió en el ámbito de la cultura; el proyecto descomunal que suponía hacer de este país un espacio habitable y hasta disfrutable, quedó dolorosamente inconcluso, lo sabemos. Para las artes y la cultura esto supone carencias del tamaño de regiones enteras en las que la gente en su vida ha ido al teatro o a un museo por la poderosísima razón de que estos simplemente no existen. El año pasado, la organización Fundar publicó un análisis1 inédito sobre la distribución de la infraestructura cultural en el país y concluyó, entre otras cosas, que “hasta el 2019, por ejemplo, los 678 teatros existentes estaban distribuidos en 208 municipios, donde habita el 49% de la población, mientras que los 1,387 museos se encuentran en 574 municipios en los que habita el 65.9% de la población”. Cerca de la mitad de la población está, pues, en el desamparo cultural más absoluto, por lo que toca a las políticas públicas; mucho, afortunadamente, ocurre más allá de este horizonte, cortito de miras. Pero es así: todas las capitales de los estados cuentan con lo básico, y quizá un poquito más las grandes metrópolis, pero de ahí pa’l real no hay nada. 

Y por eso casi dan ganas de llorar cuando un encargado de despacho repite como perico uno de esos mantras infalibles, tipo “la cultura está en el centro de la transformación”, porque sabemos que ni de broma esa frase va a traducirse en algo que mínimamente apunte en la dirección correcta, que sería empezar, poco a poco, a cubrir los huecos; qué digo huecos, los desiertos interminables. Y, de nuevo, no sólo es que falten los edificios, que sería casi lo de menos, es que falta todo lo demás. 

 1 Paulina Castaño e Iván Benumea, Cultura y presupuesto público. Desigualdad y centralización de la infraestructura cultural, Colección PPEF 2023, Fundar, Centro de Análisis e Investigación, octubre 2022. https://fundar.org.mx/wp-content/uploads/2022/11/CulturaPEF2023.pdf 

La secretaria de cultura, Alejandra Frausto,bajando las escaleras de un recinto acompañada de un grupo pequeño de personas. A su lado está una mujer indígena con quien conversa y el presidente municipal de Valle de Chalco, Solidaridad, Estado de México, Armando García Méndez.

Veamos el caso del programa estrella de este gobierno –cada administración tiene el suyo–, Cultura comunitaria, que ha sido un fracaso estrepitoso. Y lo ha sido, insisto, un descalabro estruendoso, porque junto al proyecto de Chapultepec –otro fiasco atronador–, es prácticamente lo único que se propuso hacer este gobierno en materia de cultura; lo único que recibió jugosos fondos; lo único que, se dijo, podía marcar una diferencia entre la manera anterior –corrupta, fifí, conservadora– de hacer política cultural y la nueva –transformadora, salvífica. Lo único, sin exageración.

A la secretaria de Cultura se le llena la boca cuando habla de su programa insignia: “Tenemos la obligación de reconstruir la esperanza. A nosotros, a partir de la cultura, nos toca reconstruir la sociedad y darle sentido a la vida que salvamos; si la salvamos es para lo que trasciende, para lo que nos conforma como una sociedad más solidaria, más justa, más humana”2. Todo en primera persona del plural: nosotros reconstruimos, nosotros salvamos, nosotros damos sentido. Y la tercera persona, ellas, ellos, pasa a un segundo plano, como siempre. Es decir, no se trata de favorecer la expresión de una “auténtica cultura comunitaria”, como presume la secretaria en otro alarde retórico, sino de implantar lo que el gobierno imagina que es la vía para que las comunidades, habiéndolas salvado previamente y dádole sentido a sus vidas, ya que por eso fueron salvadas, para que no se quedaran en la inopia intrascendente, puedan, ay, expresarse comunitariamente. Los nosotros de la Secretaría de Cultura entienden entonces que su papel no es otro que el que todos los encargados culturales que les anteceden han creído que les corresponde, en su inmenso envanecimiento, por los siglos de los siglos: no desempeñar tareas menores, sin importancia, como hacer que las cosas medianamente funcionen (que para eso son funcionarios), sino catapultarse a sí mismos a las altas esferas del pensamiento motivacional –ese plano místico de color rosa chicle–, que se manifiesta en los verbos clásicos: promover, fomentar, fortalecer, renovar, implementar, transformar. Nunca escuchar, observar, conversar y mucho menos dejar hacer.  

 2 Palabras pronunciadas en la sesión inaugural, en línea, del 4º Encuentro de Redes IberCultura Viva, 8 de septiembre de 2020. 

Presentación de un grupo de niños que forma parte de los ensambles de marimbas y bandas de Chiapas en la inauguración del quinto nodo regional de ORIGINAL (semilleros creativos).

La secretaria de Cultura dice: “Hemos [nosotros, otra vez] transformado la manera de trabajar en la Secretaría –antes todo se hacía desde el centro, sobre todo en la Ciudad de México– para entrar ahora a un programa de territorio, en donde la comunidad y el municipio es generador de cultura. Las periferias son las nuevas centralidades”. Dice esa nosotros que dedica 25% del presupuesto de su dependencia a un solo proyecto (Chapultepec) en la Ciudad de México. La burocracia se chupa otro 60%, y el 15% restante se usa para desplegar cuerpos de trabajo –parecidos a los de los servidores de la nación, pero con ánimo creativo– en buena parte del territorio nacional con la intención de llevar un solo mensaje: el de que la cultura que importa es la que la Secretaría, mal que bien, hace llegar a las comunidades (ya sea en forma de semilleros, jolgorios, convites, etc.). Y esto, que en realidad no es más que pura logística, se presenta como un intento por democratizar la cultura, pues parecería permitir no sólo el acceso de personas, grupos y comunidades, “prioritariamente aquellas que han quedado al margen de las políticas culturales”3, a recursos y contenidos, sino la participación directa de los mismos en el hacer cultural. Como se ha visto, este tipo de programas, que nadie dice que carezcan de virtudes, tienen un alcance más bien reducido –aunque ni siquiera se sabe bien, pues la Secretaría tiende a la numeralia vacía: 120 talleres, 3,000 asistentes, 450 papalotes– y, en cambio, poco a poco se ha ido dejando deliberadamente fuera de la mira de las acciones de la Secretaría todo lo demás. Para este gobierno el único sujeto de la historia que tiene la legitimidad para participar en el cambio es el movimiento –y las misiones, milicias ¿o cómo llamar a esa mezcla entre evangélica y militar de mensajeros que llevan lo mismo vacunas o tarjetas del Bienestar que cultura?– de la llamada Cuarta transformación. La sociedad civil debe permanecer al margen de este ejercicio de formulación de la política pública. Este gobierno no quiere intermediarios entre él y la sociedad. El problema aquí es que los artistas y los creadores comunitarios no son intermediarios: ellos, ellas hacen la cultura. Son la cultura. Y quitarlos de en medio implica, por tanto, desvanecer la cultura. 

 3 Como se lee en la página de la Dirección General de Vinculación Cultural, en el apartado de Cultura Comunitaria. 

 ceremonia de entrega del 44 Premio Nacional de la Cerámica en La Tienda Fonart en el Complejo Cultural Los Pinos. Al centro se encuentra una de las ganadoras, Mónica Meneses Ramírez de Tlaxcala, sosteniendo su reconocimiento.

Organizar talleres para niños desde luego que está muy bien. Esa apreciación y goce temprano del arte es sin duda esencial para formar mejores ciudadanos. Pero es apenas un pequeño paso en la larga e incansable marcha que tiene que emprenderse para que la cultura llegue, realmente, a todo el mundo. De hecho, esos frutos precoces pueden quedarse en nada si más allá lo que hay es un desierto; si no se fortalece, esto es, la cultura comunitaria genuina. Pero para eso hay que reconocer a la sociedad como agente indispensable en la transformación, no hacerla a un lado. 

Se presume que en los semilleros creativos, esos espacios abiertos en algunas comunidades para que los más jóvenes desarrollen actividades artísticas, han participado cerca de 12,000 niños, pertenecientes a 245 municipios. Eso no está mal, como un comienzo, pero pensemos que en este país hay un poco más de 38 millones de niños y 2,469 municipios, es decir que el programa se ha quedado muy corto. Y lo preocupante es que abierta y orgullosamente se haya renunciado a atender lo demás. 

Como señaló el investigador cultural, Jaron Rowan, “de forma creciente, la cultura tiende a ser percibida como un ámbito dividido entre lo meramente comercial y toda una suerte de productos y prácticas elitistas que se financian con dinero público y que poco tienen que ver con las necesidades sociales”4. Esto es así, seguramente por lo que venimos diciendo: que la cultura se ve como algo lejano, es lejana. No está. Nunca ha estado. Para muchísima gente. La pregunta del presidente de “¿qué haremos con los ricos?”5 parece hacerse extensiva a otros ámbitos, de modo que podría implicar preguntas análogas como “¿qué haremos con la cultura de los ricos?” Aun cuando esto parta de un equívoco fundamental; no, desde luego, porque no haya una cultura de los ricos, sino porque lo que en realidad se ha hecho es seguir desatendiendo áreas esenciales de la vida cultural que nos pertenecen a todos. En efecto, las políticas culturales nunca han sido representativas del conjunto de la sociedad, pero esta realidad no se modificó en lo más mínimo en esta administración, porque incluso si el programa de los semilleros creativos hubiera llegado a un millón de niños, no habría sido suficiente, dado que el fenómeno artístico es muchísimo más amplio que este enfoque exclusivo en la infancia. 

 4 Cultura libre de Estado, Traficantes de Sueños, 2016, p. 26. 

5 Formulada en la mañanera del 18 de mayo de 2020. 

Niña con vestimenta indígena hablando al micrófono sobre un escenario y con una ilustración de una pirámide detrás de ella como parte de la producción escénica de los semilleros creativos en Tenancingo, Tlaxcala. A su lado se encuentra la secretaria de cultura, Alejandra Frausto, y otras dos mujeres.

En efecto, el interés por las artes puede darse muy pronto en la vida. Los niños, como sabía muy bien Picasso, son artistas natos, a los que el pintor malagueño envidiaba la audacia imaginativa y el desparpajo plástico. Así que desde luego que es altamente deseable que, por ejemplo, las escuelas públicas tengan horarios y espacios dedicados a impulsar esta inclinación innata; incluso, que no la estropeen, no la inhiban. Pero hace falta construir la escalera completa, para que ese pequeño escalón no se quede en el dibujito que los papás pegan en el refrigerador, sino que florezca. Por eso una de las ideas más brillantes que se han tenido en este país fue la creación, en 1976, de los Centros de Educación Artística (cedart), pues se pensaron, precisamente, para dar continuidad a esta vocación temprana, en forma de bachilleratos con un énfasis pronunciado en las humanidades y las artes. En ese momento, se abrieron doce de estos cedart, en diez entidades del país, todos con nombres de artistas célebres. Bueno, pues en estos 47 años no se ha abierto ningún otro; de los doce, tres están en la Ciudad de México, y los demás, como se puede esperar, en otras grandes urbes. Y lo que es más triste es que los doce están prácticamente en ruinas. Lo mismo que ocurre con las escuelas profesionales del INBAL, cuyos estudiantes tuvieron que salir a protestar a las calles el año pasado para denunciar el estado lamentable de las instalaciones, la falta de materiales, los sueldos miserables de los maestros. 

Y de ahí podríamos seguir, intentando subir cada escalón con muchísimo trabajo. Pues esos cientos de jóvenes que tienen la suerte de llegar a estudiar una carrera de artes, ¿qué van a hacer cuando salgan de ahí? Si nos parece que los cedart se inauguraron hace mucho tiempo, ¿qué puede decirse, por ejemplo, del Salón de la Plástica Mexicana, que abrió en 1949? ¿Por qué hay tan pocos espacios para que esos jóvenes puedan exponer su trabajo? ¿Por qué no hay cientos de escuelas donde después puedan dar clases? ¿Por qué, finalmente, no se ha hecho nada para que esos artistas puedan llegar a la vejez dignamente? 

Por eso, de nuevo, cuando escuchamos a nuestras autoridades culturales decir que están transformando el mundo, en serio que dan ganas de llorar. Por supuesto que este no es el único gobierno que ensalza sus logros minúsculos, para hacerlos parecer conquistas históricas. Cada uno ha decidido medio atender un área y descuidar otras. En los tiempos de Tovar y de Teresa se decía que a él sólo le interesaba apoyar la ópera (la cultura de los ricos, pues), y en los de Consuelo Sáizar nada más que los libros (por eso abrió cinco bibliotecas, ¡en un mismo lugar!). Los presidentes siempre le han dedicado dos minutos a lo sumo de sus informes a la cultura. Y ahí todos dicen más o menos lo mismo: ahora sí la cultura está llegando a todos los rincones de la nación; nunca como ahora se había apoyado tanto a la cultura; gracias a la cultura vamos a rehacer el tejido social, bla, bla, bla. Monedita de cambio con la cual intentan pagar la culpa que sienten por estar devastando aún más al país. 

No es que los gobiernos anteriores dieran mucho (aunque sí más que ahora) para la cultura, ni que lo hicieran desinteresadamente, pero tampoco habían llegado al punto de cuestionar el fondo. Más bien, actuaban bajo la suposición, o quizá deberíamos decir superstición, de que era mejor apoyar el arte que no hacerlo. Una inercia atávica, pues. Así lo explicaría Guattari: “La sociedad de control está dada por una especie de pulsión colectiva determinista que, paradójicamente, se ve socavada desde dentro por una necesidad imperiosa de preservar unos grados mínimos de libertad, creatividad, inventiva, en el campo de la ciencia, la tecnología, las artes, de lo contrario, el sistema colapsaría en una especie de inercia entrópica”6. En ese miedo al colapso se basaba el acuerdo, hoy roto, de que el gobierno no necesitaba entender siquiera por qué ponía dinero en algo sobre lo que no tenía la menor idea de para qué servía, ni si realmente importaba; bastaba con el cálculo vago, el tabú, de que todo podía ir a peor si se prescindía de esa cosa rara que, encima, le daba un aura y un matiz artístico, incluso a los peores gobiernos. 

 6 En “Modéle de contrainte ou modélisation créative”, texto publicado en la revista Terminal No. 53, abril-mayo, 1991. La traducción es mía.

La secretaria de cultura, Alejandra Frausto, posa y sostiene el trabajo de Dasha, integrante del Semillero Creativo de dibujo, pintura y muralismo en Valle de Chalco, Solidaridad, Estado de México. En el cuadro se ven los diseños de Dasha para los billetes de lotería que incluyen dibujos de ajolotes y maíz.

Los meses de confinamiento, no obstante, parecen haberle revelado a esta administración algo muy triste: que no pasa nada si los espacios de la cultura cierran; si no hay exposiciones, si no hay funciones de teatro, lecturas de poesía. El mundo no se acaba. Y, en efecto, no se acaba, de golpe, como si cayera una bomba atómica, pero se va acabando de a poco. No sólo es la gente que se ha quedado sin su sustento principal. También sucede que el mundo va dejando de tener sentido.