Por Edgardo Aragón
Las autoridades se encuentran en todas las clases del pueblo,
y donde quiera que parezca el talento y la virtud,
allí se descubren los verdaderos títulos de superioridad,
y los únicos que causan distinción y preferencia.
–Vicente Guerrero Saldaña
Érase una vez, al inicio del primer sexenio del nuevo régimen político mexicano, un presidente mexicano, de apellidos López y Obrador, que exigió al reino de España una disculpa pública por la conquista. Con ello se instauró una pausa en las relaciones diplomáticas entre ambas naciones, vigente hasta el día de hoy.
El 4 de junio de 2025 se anunció que el Premio Princesa de Asturias era concedido, digamos, a México: a la fotógrafa Graciela Iturbide se le otorgaba el de las Artes y al Museo Nacional de Antropología el de la Concordia. Ese día la otra noticia sobre el galardonado museo era que se encontraba cerrado debido a un paro administrativo, derivada del cambio en la seguridad: del resguardo público a un ente privado. Esto dejó de manifiesto, una vez más, el lugar oculto y poco importante, pero altamente redituable, de la cultura en el país.
¿Por qué premiar a México justo en este momento?
Cuando López Obrador exigió las disculpas, los Borbones —en alarde de su poder y escaso decoro, y haciendo del protocolo una reliquia—, filtraron a los medios de comunicación la carta en la que se manifestaba la petición. La idea era exhibir al presidente. Ellos dirían después que no tienen por qué disculparse. Y tienen razón.
La disculpa política que buscaba AMLO respondía a una serie de pronunciamientos históricos, sobre todo en Europa occidental y Estados Unidos, contra el colonialismo del pasado, no sobre el del presente. Como político, López Obrador mostró siempre un buen timing, era eficientemente mañoso. Ese mismo razonamiento populista es el que ha llevado al reino de España a premiar a Méjico. Forma parte de la tendencia global imperante: la tiranía de las relaciones públicas. Fue también una una bofetada con guante blanco, "Real", al expresidente. Cobarde el gesto, si se quiere, pues el expresidente se localiza aislado del mundo en “La Chingada”, su finca, fuera del reflector político.
Pero ¿qué es exactamente lo que premian?
Oficialmente, el jurado dice que “el museo es un espacio de reflexión sobre la herencia indígena de la nación mexicana”. Además de ese grandilocuente dicho, pienso yo que razones hay muchas para premiar a Antropología: el Museo es majestuoso, divino, finamente realizado; está repleto de trofeos extraídos de sus lugares originarios, pero eso no le quita lo hermoso, sin dudas. Por su lado, a Iturbide le fue concedido el premio “por su innovadora mirada de la realidad social y no solo de México”.
El premio es absolutamente político, las relaciones públicas de la casa Borbón son de cambio, de inclusión, es feminista, es woke y pro-palestina. Esto es consecuencia de la mala imagen de la gestión del reino por parte del corrupto Juan Carlos I, rey impostado por la dictadura franquista, cuya larga lista de escándalos lo llevó a abdicar del trono.
Al premiar al Museo e Iturbide, se premia el arduo trabajo de construcción política del viejo régimen mexicano, elaborado por las garras del PRI, el rostro del siglo XX. Una cosa es que los objetos en el museo sean usados para establecer narrativas engañosas sobre nuestro propio pasado, y otra ser parte activa de él.
Los borbones tenían razón en no disculparse, la Nueva España era un virreinato, muy rico por cierto, no una colonia. Aunque hubo abusos de todo tipo, es irresponsable comparar lo que hicieron los ingleses en todo el mundo con lo que sucedió en la América española. Establecer esa comparación como iguales no solo es ignorante sino doloso.
La presidenta Claudia Sheinbaum, ha reiterado su admiración por la cultura mexica. Cuando fue jefa de gobierno de la Ciudad de México agregó el nombre de Tenochtitlán a la estación Zócalo del metro; este año, como presidenta, conmemora con una maqueta gigante la fundación de la ciudad-estado del pueblo bárbaro que sometió a la cuenca del Anáhuac a su dominio a través de la guerra, el terror y la muerte. Hoy a los pueblos auto elegidos se les llama genocidas. La presidenta, mexicana de segunda generación, usa la historia oficial construida en el siglo XX para definir su postura política respecto a los pueblos indígenas; sin embargo, es sabido que la derrota del imperio mexica fue porque los castellanos se aliaron con todos sus enemigos y exaliados nativos.
En un ejercicio de congruencia política inédito, el estado mexicano debería declinar el premio, y mantener sus preceptos políticos, por muy erróneos que sean.
El caso de Graciela Iturbide ejemplifica muy bien el nudo de contradicciones que llegan a sostener los premios. Es innegable que ha producido fotografías icónicas, pero hay un componente político social irrenunciable al analizar a este tipo de artistas. La segmentación de la sociedad mexicana no es arbitraria como se suele pensar, es un sistema, y los apellidos nunca son una coincidencia.
En una entrevista con La Jornada, Iturbide manifestó que en su discurso de aceptación diría que es heredera de Agustín de Iturbide, como si ese legado fuera un rasgo positivo en la historia. Parece querer presumir que su familia consumó la independencia del país en contra de España. Una especie de juego político que plantea una “mentada de madre” elegante a nuestro padre España, de parte de nuestra madre México.
Agustín, su antepasado, no es un héroe, es un traidor. Primero, como General del Ejército Realista, traicionó a su rey al aliarse con los “revoltosos”. Después, traicionó a los “revoltosos” para nombrarse emperador de México. A pesar de que su “alteza imperial” fue fusilado por sus actos, la segmentación social quedó distribuida desde entonces entre “los de arriba” y “los de abajo”, no hubo reconciliación entre las castas sociales y se impuso la estructura social que impera hasta nuestros días. Los herederos de españoles controlan casi todo; los antes criollos son los mirreyes o whitexicans de hoy, nuestra realeza sin títulos de nobleza, ni clase, cuya sepa genética rechaza completamente el mestizaje. Esta gente ha encarnado el viejo dicho popular “empresa pobre, empresario rico”, que define las condiciones materiales del país entero.
Las imágenes de Graciela Iturbide son espejismos, documentales o etnográficas. Capturan la pobreza derivada de las acciones de la desigualdad económica generada por su sector social, confunde la miseria con magia; muestra que los morenos son pobres, pero orgullosos y felices. Desde la barrera de la lejanía del privilegio social y material del que se ha beneficiado toda su vida, las fotografías de Iturbide son técnicamente bellas, pero políticamente problemáticas. La fotógrafa ha contribuido a mantener vivas las mentiras que nos contamos y nos creemos, ha sido parte del sistema cultural que ha monopolizado las artes nacionales acompañando las narrativas oficialistas.
Aparentemente, el jurado no conoce Méjico. La princesa no sabe lo que está premiando. Tanto el Estado mexicano como la fotógrafa siguen manejando un discurso activamente militante en el oficialismo del pasado, sueltan nombres históricos de “la conquista” como si el asesinato de Motecuhzoma Xocoyotzin hubiera sido ayer, obviando que el regicidio lo cometió su propio pueblo, y omitiendo los siglos de historia común que han transcurrido desde esa lluvia de pedradas. Si lo saben y aun así lo premian, el acto esconde una profunda perversidad, propia de los peores tiempos del dominio papal: eso no mola, tíos.
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Texto publicado el 7 de noviembre de 2025.