Por Manuel Becerril
La exposición Todo O’Gorman, Juan O’Gorman, montada del 8 de febrero al 5 de abril en el MUCA Campus, buscó condensar el legado de uno de los artistas y arquitectos más complejos del siglo XX mexicano. Sin embargo, en su intento de abarcarlo todo, terminó por no decir mucho. Desde la primera impresión, el recorrido evidencia una fragmentación narrativa, un diseño museográfico desarticulado y una curaduría que, más que construir preguntas, acumula materiales sin dirección. De esta manera, lo que debería ser un ejercicio de memoria crítica se convirtió en una muestra decorativa y superficial, rozando apenas la profundidad que exige el análisis de un artista en toda su complejidad.
Este intento por narrar lo “total” ocurrió en un momento particularmente conflictivo para el patrimonio arquitectónico moderno en México. Mientras se inauguraba la exposición, se aceleraba la demolición del Centro SCOP, edificio decorado con murales de O’Gorman y José Chávez Morado. El complejo, afectado por el sismo de 2017, ha sido objeto de una controversia prolongada. La organización “En Defensa del Centro SCOP” ha visibilizado el desmantelamiento de los murales, la falta de participación ciudadana real y la opacidad tanto en los procesos de decisión como en los de denuncia. El gobierno capitalino, por su parte, anunció la instalación de un centro comunitario bajo el esquema de las “Utopías”, que a su vez incluiría un hipotético Museo del Muralismo, aunque aún no se conocen detalles específicos sobre la reinstalación de las piezas.
Entiendo el valor simbólico de estos murales, su potencia histórica, su peso en la memoria colectiva. Pero me resulta inevitable cuestionar también si no hemos agotado ya ciertas formas de pensar el patrimonio: Qué significa sostener la defensa de estructuras monumentales, cuando muchas veces lo que se necesita con urgencia son otras formas de presencia y cuidado en el espacio público. No tanto el derecho abstracto a lo público, sino su necesidad vital: espacios para dormir, para llorar, para compartir el hambre o el miedo; lugares de sombra o de juego; refugios mínimos para una vida que no encaja en los ritmos del capital, espacios que escapen a los procesos de transacción y deuda. El espacio público no es una categoría política sino una condición material. Por eso me inquieta que insistamos en preservar lo monumental sin abrir paso a nuevas formas de colectividad, de encuentro, de descanso.
Y, sin embargo, esta tensión no apareció en la exposición. Ni siquiera como pregunta. ¿Qué memoria se preserva y cuál se elimina? ¿Qué patrimonio se celebra y cuál se deja perder? ¿Qué dice esto de las prioridades simbólicas, políticas y presupuestales del presente? La exposición no solo no respondió, ni siquiera se acercó a formular esas preguntas. Más aún, se dio en un escenario en el que el presupuesto para cultura fue recortado en más de 4 mil millones de pesos para 2025, lo que implicó una reducción del 28% respecto al año anterior (de 16,700 a 12,081 millones). Mientras tanto, algunos proyectos institucionales de memoria reciben recursos exorbitantes sin mecanismos claros de rendición de cuentas.
El recorrido en sala era errático. El acceso desde el campus remataba con la pintura de un registro histórico de O’Gorman, mirando de frente lo que alguna vez fue su restirador. Luego, se desplegaron dibujos, pinturas, fotografías y registros sin una narrativa clara. A un costado del espacio expositivo, una pirámide rosa coronada con la leyenda “Yo soy la salsa” en letras neón, producía más desconcierto que curiosidad. Se trataba de una cita visual sin contexto ni potencia crítica. Frente a una lona impresa con el mural La historia de Michoacán (1942), una banca permitía a los visitantes tomarse selfis; ese momento, aunque entrañable, contrastaba con la falta de cuidado museográfico.
Al fondo, se presentaban documentos valiosos sobre proyectos educativos y de vivienda obrera. Son materiales que podrían sostener, por sí solos, una muestra poderosa sobre el pensamiento socialista de O’Gorman. Incluyen croquis, memorias descriptivas y reflexiones sobre el paisaje y la habitabilidad. Sin embargo, su ubicación periférica (como si fueran un apéndice) debilitaba su fuerza. Para ser honestos, algunas de esas escuelas asemejan “cárceles modernas”, pero esa ya es otra discusión.
Si hay un eje curatorial que parece articular la exposición, aunque sin anunciarlo con claridad, es la Casa Cueva. Al centro del museo se presentaba una reproducción a escala del proyecto, realizada nada más y nada menos que por el taller de Javier Senosiain. La pieza resulta vistosa, pero también reiterativa. La Casa Cueva lleva décadas operando como fetiche institucional, y en esta ocasión vuelve a presentarse sin historia, sin conflicto y sin crítica. En 1969, Juan O’Gorman vendió la Casa de San Jerónimo 162 a la artista y funcionaria pública Helen Escobedo. Él pasaba por un periodo complejo: había renunciado a la arquitectura, enfrentaba dificultades económicas y buscaba financiar, según su relato, los estudios universitarios de su hija en el extranjero. Ella, por su parte, dirigía entonces el MUCA (¿un presagio, quizá?) y contaba con respaldo institucional y político. Poco después de adquirir la casa, Escobedo ordenó su demolición parcial y ahora el terreno alberga una escuela de música. O’Gorman respondió públicamente en una carta publicada en El Universal, titulada “La venta de mi casa de San Jerónimo No. 162 a la señora Helen Escobedo y la destrucción de la misma por ignorancia.”
Ambos personajes, desde posiciones distintas, operaban en estructuras de poder que, aunque desiguales, estaban profundamente conectadas al aparato cultural de su tiempo. Él con un prestigio ya ganado, pero desplazado. Ella con una visión institucional ambiciosa, pero marcada por decisiones controversiales. Es en ese encuentro, y no en una narrativa simplista de víctima y verduga, donde está el conflicto. Y es ese conflicto el que no encontramos en la exposición. La pregunta, entonces, no es quién tenía razón. La pregunta es por qué construir la réplica de una obra sin dar lugar a la historia de su destrucción. ¿Qué sentido tiene insistir en la Casa Cueva como símbolo de totalidad si se omite el gesto que la fracturó? ¿Qué legitimidad tiene un discurso de reconstrucción que no se atreve a narrar el conflicto?
Esa falta de tensión narrativa también aparece en la inclusión de obras contemporáneas que intentan, sin lograrlo, establecer un puente con la figura de O’Gorman. Es el caso de una escultura de Pedro Reyes, que aparece sin contexto ni explicación. Reyes ha sido una figura recurrente del aparato cultural mexicano y protagonista de polémicas por la forma en que instrumentaliza lo público desde una posición de privilegio. Su propuesta Tlalli (para sustituir en 2021 la estatua de Cristóbal Colón en Paseo de la Reforma) fue duramente cuestionada por apropiarse de una narrativa indígena sin consultar ni dialogar con los pueblos que pretendía representar. Como señala un artículo de La Tempestad, el proyecto evidenciaba una desconexión brutal entre los procesos comunitarios reales y las decisiones políticas tomadas en nombre de lo simbólico. Su inclusión en la exposición parece operar bajo la misma lógica: sin reflexión curatorial, sin articulación crítica, sin una relación visible con el universo O’Gorman. La pieza no interpela, no contradice, no aporta. Está ahí porque puede estar. Porque el poder simbólico de ciertos nombres permite insertarlos en cualquier espacio, aunque no digan nada.
La curaduría de la exposición está a cargo de Adriana Sandoval, actual directora de la Fundación Espacio Nancarrow O’Gorman. Ya en su tesis de maestría, presentada en 2015 en la Universidad Iberoamericana y centrada en San Jerónimo 162, Sandoval ensayaba una lectura sobre la petrificación simbólica de la obra de O’Gorman, a partir de tres categorías: la piedra decorativa del Anahuacalli, la piedra monumental de la Biblioteca Central, y la piedra arquitectónica de la Casa Cueva. Diez años después, la exposición parece responder a las mismas preguntas, sin actualizar el enfoque ni problematizar las transformaciones del contexto. Se siente más bien como un loop académico con presupuesto.
En la web oficial de la Fundación, se señala que uno de sus principales objetivos es “preservar y divulgar la vida y obra de Juan O’Gorman y Conlon Nancarrow”, lo cual permite entender el marco conceptual general de la muestra. Pero si la intención es la preservación, ¿por qué se evita confrontar las fracturas y los conflictos? ¿Por qué no se articula un relato que aborde críticamente la figura de O’Gorman, sus repliegues, su radicalismo, sus crisis? ¿Qué memoria se conserva cuando se decide no narrar las contradicciones? ¿Qué sentido tiene repetir las mismas estructuras simbólicas, como la reproducción de la Casa Cueva, sin ponerlas en tensión con el presente? ¿Por qué invertir cerca de 200 millones de pesos en una réplica museográfica mientras los murales del SCOP, de más de 7,000 m², siguen almacenados sin acceso público? ¿Qué se activa simbólicamente al replicar un espacio individual y autorreferencial, mientras se invisibiliza un patrimonio colectivo, político y “sindical”?
Porque el O’Gorman que transitó de la arquitectura funcionalista a un organicismo radical, que fue muralista, paisajista, crítico feroz del sistema arquitectónico-capitalista, que se retiró y se reinventó en múltiples ocasiones, no aparece aquí. Aparece una reproducción en lona, una reconstrucción descontextualizada y un discurso museográfico desmembrado. El O’Gorman que al final de su vida ya no se reconocía a sí mismo en ese nombre, el que vio en la pintura una forma de terapia para resistir el suicidio (que finalmente llegó), el que escribió que su pintura no era arte sino ocupación. Ese O’Gorman queda fuera. No porque no haya materiales, sino porque no hay voluntad narrativa para entrar en lo espinoso.
Tal vez este texto, como la exposición, tampoco logre contener “todo O’Gorman”, pero al menos intenta señalar las fisuras del relato. Porque si vamos a hablar de memoria, que sea una que incomode, que cuestione, que no se deje monumentalizar tan fácilmente. Una memoria que no se conforme con representar, sino que se atreva a pensar.
Sandoval González, A. (2015). San Jerónimo 162: Testimonio ausente del arte de Juan O'Gorman [Tesis de maestría, Universidad Iberoamericana]. Repositorio Institucional Ibero. Recuperado de http://ri.ibero.mx/handle/ibero/348ri.ibero.mx
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Juárez Bautista, F. (2024, 15 de noviembre). Presupuesto de Cultura disminuiría para 2025, 28% menos que en 2024. El Universal. Recuperado de https://www.eluniversal.com.mx/cultura/presupuesto-de-cultura-disminuiria-para-2025-28-menos-que-en-2024/El Universal
Redacción Obras. (2024, 16 de agosto). La transformación del Centro SCOP: ¿qué pasó con los murales? Obras Expansión. Recuperado de https://obras.expansion.mx/arquitectura/2024/08/16/murales-centro-scop-rescate-transformacionObras
Villamil, J. J. (2024, 13 de noviembre). Clara Brugada da inicio a la expansión del programa de Utopías en Ciudad de México. El País. Recuperado de https://elpais.com/mexico/2024-11-13/clara-brugada-da-inicio-a-la-expansion-del-programa-de-utopias-en-ciudad-de-mexico.html
Latempestad.mx. (s.f.). Pedro Reyes: Tlalli, Glorieta Cristóbal Colón . Recuperado de https://www.latempestad.mx/pedro-reyes-tlalli-glorieta-cristobal-colon/
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Texto publicado el 23 de mayo de 2025.