Gabriel Orozco. Balones acelerados, 2005.
Por Edgardo Aragón
“cada uno está solo
en un largo vacío interminable
atado
a su propio universo”.
—Mathias Goeritz
El Museo Experimental el Eco cumple veinte años de haber sido reabierto. Espacio que narra la deriva del modernismo a la mexicana, es uno de los mejores ejemplos del arte nacional. Aunque el Eco puede ser leído como un proyecto interesante desde las perspectiva de la arquitectura, de aquí en adelante me referiré a su función de espacio expositivo de arte contemporáneo.
Cuando era un joven estudiante de artes, tuve la oportunidad de recorrer la exposición de la reinauguración del Eco, en el 2005. La recuerdo perfectamente bien. Amorales, Damián Ortega y Gabriel Orozco, curados por Guillermo Santamarina. En la charla “A veinte años de la recuperación de El Eco”, realizada en el museo el 25 de noviembre de este año a modo de conmemoración, se habló de ella. Surge una ligera incomodidad cuando se recuerdan los balones ponchados de Gabriel Orozco, colocados en el patio del recinto. Aunque yo los veo más como una postal nostálgica, ya que no hay patio que circunde una escuela que no rebose de balones volados, aparentemente resultaron una novedad para muchos. En la sala había también una escultura que ocupaba gran parte del espacio, una réplica hecha por Damián Ortega con palitos de madera y papel china de la pieza Papalotes negros (1997) de Orozco, solo que con muy mala factura. Amorales tenía una animación de las sombras de una bestia. La selección final de obras la realizó Orozco, de acuerdo con la charla complementaria a la exposición de hace dos décadas.
Orozco también tenía una pantalla animada con sus pinturas de círculos partidos, que hoy son una manera simple del souvenir del artista; su estrategia para mantenerse vigente en el tan desprestigiado mercado del arte. La reinauguración del Eco fue, pues, una exposición muy autorreferencial, un extraño homenaje a la escuela de artes de la UNAM dirigido por Orozco, pero sin conexión mitológica, teórica o artística con el creador del espacio: Mathias Goeritz. La justificación dirá que la exposición es provocadora, que el objetivo es la decepción o la anti-espectacularidad.
En la charla conmemorativa referida, donde participaron Felipe Leal, Patricia Sloane, y Guillermo Santamarina, también se habló de la selección de artistas. Esto resultó un galimatías, sin embargo se asomó la idea de que los seleccionados eran ya entonces artistas mexicanos famosos.
Aunque célebres y ricos, dichos artistas pertenecen tácitamente a un ordenamiento político dictado desde los aparatos de poder de Estados Unidos y Europa occidental, según el cual el artista hispanoamericano corresponde a una categoría, digamos, baja. En esa definición, se escogió a quienes mejor saben acomodar la basura del primer mundo: el arte de los 90 de Orozco y su grupo compacto adquirió poder porque se lo entregaron, una terapia clásica de shock neoliberal, la bienvenida a México a la ahora no tan célebre globalización tras el triunfo en la guerra fría. Por esas fechas hasta tuvimos nuestra primera Miss Universo, y se cambió el orden de poder del estalinismo al salinismo. En el cine internacional lo que se mostraba de nosotros era la basura, el baldío, la auto construcción, lo mal hecho e infrahumano. Asimilamos con sumisión explícita los estereotipos que nos impusieron, y les exprimimos un sentimiento de orgullo.
Cito esta exposición porque supone el origen de un ciclo interminable de semillas de un solo uso que ha desertificado la idea de la experimentación propuesta por Goeritz, el artista. Un espiritual clásico, él propone una guía, no un algoritmo o receta. En sus postulados teóricos, Goeritz plantea una emocionalidad mística, casi religiosa, emanada de las sensaciones producidas en el humano por la incomprensión de lo divino —lo numinoso, diría Rudolf Otto*—, donde el misterio y lo sobrecogedor resultan fascinantes. Partiendo de ese enigma, Goeritz puede ser visto como alguien que puede ser llevado hasta el paleolítico, pasando por el alquimista del medievo llegando a la era contemporánea sin las fronteras políticas de lo nuevo, donde la paradoja de lo eterno resulta actualizada a su presente, un espíritu vivo que él llamó experimentación.
La recuperación del Eco supone un parteaguas cultural en la Ciudad de México, sin embargo, al hacerlo con una exposición tan débil, se le restó toda la mística orgánica a los años de aparente oscuridad en los que vivió el espacio por décadas: como teatro, congal o espacio independiente. Una suerte de esterilización cultural; un cambio de lo místico a lo cínico.
Damián Ortega. Crítica al estado filosófico: Papalotes negros, 2004.
El muralismo mexicano y sus representantes encarnan un espíritu autoritario. Cuando se inauguró el Eco en el no tan lejano siglo XX, el 7 de septiembre de 1953, con el financiamiento del empresario Daniel Mont, fue tildado por dichos personajes de espacio para el fascismo. Viniendo de un grupo de machistas confesos y estalinistas políticos, esto suena a piropo. El éxito que tuvo el viejo sistema para hacerse del control político del país consistió en agrupar a sus afiliados. En ese sentido, lo que la CTM era para los trabajadores, el arte posrevolucionario lo era para los creadores. El espíritu de la estructura construida por el aparato de poder encuentra una cepa en la visión que se tiene sobre la posesión del Eco; una suerte de trofeo, un mausoleo a los salvadores del espacio, quienes lo rescataron de las terribles garras de la independencia.
La experimentación es un eufemismo para la independencia ideológica. La ideología se ha visto últimamente relacionada con administrar la ignorancia, aunque su origen es la administración burocrática del poder. Hay que recordar que México tiene una profunda raíz autoritaria, y muchos mandos del arte nacional se educaron en esas sociedades. Envejecen, como es natural, de modo que les resulta difícil comunicarse con una generación nueva.
Aunque mitológicamente Goeritz encarna el puesto contrario al muralismo mexicano, el gran perdedor mítico de la transformación del arte nacional resulta la generación de la ruptura. El legado del control de la cultura se ha posicionado como un eje articulador dentro del arte contemporáneo: el castigo, el premio por la sumisión, la cancelación, la segregación y la expulsión.
En la construcción del concepto de la tierra baldía, Joseph Campbell** narra cómo en distintas épocas de la historia la humanidad opta por promover una mitología (entendida como narrativas políticas) cuya elocuencia radica en mantener un estatus. Lo que en biología se entiende como endogamia, en biopolítica es eugenesia, y en el entorno rural lo entendemos como monocultivos, una sola planta ocupado grandes espacios. De modo que un lugar que no garantiza la fertilidad de la diversidad de las narrativas mitológicas no puede ser un lugar equilibrado, no puede haber eco sin profundidad.
Goeritz tuvo la fortaleza y fortuna de convivir con artistas de todas las disciplinas artísticas, una normalidad de entonces que hoy no es una característica del arte contemporáneo. Escritores, bailarines o músicos no forman ya ningún entramado cultural. Más bien se han adherido todos a sus tribus, comunidades cerradas en las que hay más identidades que individuos, lo que deviene en la esterilidad social. En este contexto, es natural que el museo no encuentre fertilidad en el monocultivo que han sembrado por dos décadas.
Si la esterilidad artística es una consecuencia de no tocar el espacio, quizá lo mejor sea dejar el Eco vacío. Lo que hasta ahora se ha buscado es que este espacio proyecte su maqueta, y no sus emociones. Como buenos preservadores de lo inerte que somos, el espacio debería permanecer vacío, y evitar la pena que supone la tibieza de su programa. Aunque en este siglo ha tenido dos direcciones —la de Guillermo Santamarina y Paola Santoscoy—, la cabeza curatorial la ha ocupado David Miranda por varios años.
El Eco ha planteado sus proyectos desde referencias constantes al creador y no a sus teorías, lo cual lo ha convertido en un teléfono descompuesto que termina siendo sordo y que parece concentrarse exclusivamente en no tocar el inmueble. Hay un sobre esfuerzo en México por preservar los edificios, anulando completamente el contenido. Esto es una consecuencia lógica de patrimonializar y sacralizar los objetos. La conservación de los edificios no debería ser únicamente material, la mística o la teoría que definió la creación del Eco debería ser también una prioridad, así como el uso del inmueble. No darle lugar de patrimonio a lo inmaterial impide que el eco resuene. Veo como una acción positiva el rescate del museo, no se me mal entienda, pero hasta ahora es un rescate que resulta incompleto..
El programa del Eco asemeja más a una “banda tributo” que a un laboratorio de experimentación. Por la naturaleza misma de las dinámicas del experimento, de vez en cuando algo tiene que estallar. En una receta programada no hay más que el absolutismo del control, no hay explosión.
La experimentación en el nuevo Eco ha sido una reiteración de marcas registradas, casi todas conservadoras, que no abandonan la estrategia y estatus del starsystem neoliberal de las pasadas décadas. Esto suena chocante en un espacio convertido en un museo universitario, donde lo rebelde y experimental son un dueto de sinónimos vinculados naturalmente a la juventud. Por el contrario, el Eco resulta más una oficina de relaciones públicas donde todo tiene que estar sujeto al control de la autoridad.
En la más reciente exposición, “Atmósfera total”, Leo Marz propone casi pasar desapercibido, darle aire al espacio, dejarlo vivir más que ocuparlo. Pero Marz olvida que lo ideal es usar los espacios, para eso fueron hechos. La consistencia a la que se ha sometido el programa expositivo es congruente hasta ahora, pero no propositiva.
En el concepto de la tierra baldía siempre hay un componente básico para darle fertilidad al suelo, pero eso implica el sacrificio, a veces incluso quemar el terreno completamente. Esto es algo que en las narrativas políticas nacionales corresponde al otro: la sociedades cerradas del arte se abstraen tanto del resto de la sociedad que su eco parece grito.
* Otto, Rudolph. Lo santo, Madrid, Alianza, 1980.
** Campbell, Joseph. Mitología creativa: las máscaras de dios, Campbell Joseph, Girona, Atalanta, 2024.
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Texto publicado el 12 de diciembre de 2025.