Grafiti en Buenos Aires, artista desconocido. Foto: Cuauhtémoc Medina.
Por Cuauhtémoc Medina
Por una compleja combinación de factores, estos tiempos están marcados por el malestar colectivo: a la insatisfacción política generalizada y la confrontación exaltada de posiciones identitarias, se añade una crispación cultural que no contempla la utilidad de tener algún límite o resguardo. Uno de los aspectos más trágicos e improductivos del momento es la forma en que esa crispación y frustración por la violencia y desigualdad generalizada, se traduce en desconfianza y ausencia de diálogo entre los movimientos sociales, los agentes políticos, y el campo cultural y artístico. Mientras la idea anticuada de “la izquierda” sugeriría alguna vocación de articulación de esos factores, atestiguamos un choque y fricción constantes entre las políticas de identificación de masas, los movimientos sociales específicos y la ingobernable irrupción artística. Si la frase clásica “el pueblo unido jamás será vencido” no siempre fue efectiva, la pasión de nuestras certezas morales y sectarismo son un regalo divino a los poderes regresivos. Para citar un famoso lapsus: “Estábamos al borde del abismo. Hoy hemos dado un gran paso adelante.”
Esta disociación es un fenómeno que hoy por hoy afecta muy directamente al campo de la visibilidad artística: me tomaré la libertad de partir de un caso que me involucró personalmente. Como es bien conocido localmente, en octubre de 2024 la exhibición retrospectiva de la artista Ana Gallardo, Tembló acá un delirio en el MUAC, organizada originalmente por el Centro de Arte 2 de Mayo en Madrid, curada por Alfredo Aracil y Violeta Janeiro, y adaptada a su versión mexicana con la colaboración con Alejandra Labastida, fue objeto de una amarga e intensa polémica. Dos obras del proyecto Extracto para un fracasado proyecto, que Gallardo venía realizando desde 2011, y bordaban sobre la falla de la artista en hacer un proyecto de acompañamiento y cuidado con una trabajadora sexual en una situación precaria, provocaron protestas de agentes relacionadas con la Casa Xochiquetzal, casa hogar para mujeres trabajadoras sexuales adultas mayores que opera desde 2005. El cuestionamiento de la legitimidad de la representación abarcó una multitud de temáticas, que iban desde la interpretación de que la artista atacaba al albergue, que su obra degradaba a las trabajadoras sexuales y re-victimizaba a la persona que su obra refería, una objeción al carácter clandestino de sus registros, y hasta la noción de que su práctica representaba una forma de explotación capitalista. El caso se hizo aún más álgido cuando el 13 de octubre un grupo de activistas trans quiso “funar” a Gallardo haciendo pintas en el Museo, en las que exigían respeto al trabajo sexual y señalaban a Gallardo como una artista “blankkka” privilegiada. Esa misma semana, el Comité de Programación del Museo, en acuerdo con la artista, optó por retirar las dos obras cuestionadas pero mantener la muestra abierta hasta su final el 8 de diciembre.
La reacción de ofensa frente a la obra de Gallardo fue para la artista misma, y quienes trabajábamos en el MUAC, insoportable: que un grupo de trabajadoras sexuales, y una institución que las alberga, se sintiera objeto de una agresión, era una falla. Como varias otras voces han señalado, la obra de Ana Gallardo ha explorado consistentemente una agenda que es vista como eminentemente feminista: una de sus principales temáticas ha sido la experiencia femenina del envejecimiento, y el establecimiento de una relación de cuidado entre mujeres de varias generaciones. La obra que causó polémica es, por así decirlo, un registro de los límites de su práctica: la exploración descarnada, y en gran medida autocrítica, de las limitaciones de la obra de intervención social, y una exposición igualmente autocrítica de las reacciones de la artista al enfrentar la crudeza de la precariedad. Que la obra no fuera percibida en ese sentido, y fuera vista como un abuso y un ataque, era para Gallardo un evento en extremo desafortunado. Lo mejor era asumir los costos, y apostar, al retirar la pieza, por un objetivo difícil: replantear la discusión con un movimiento social, y de paso salvaguardar la posibilidad futura de la autonomía del museo.
En enero de este año el MUAC llevó a cabo un par de ejercicios de reconciliación: un evento para dar visibilidad a la Casa Xochiquetzal en las instalaciones del Museo, y un foro donde se discutieron los límites éticos que enfrentan prácticas colaborativas en un nuevo tiempo cultural. Este texto deriva del que leí en esa ocasión; de ahí que aparezca por momento excesivamente tópico, más allá del hecho de que yo fui curador en jefe del Museo cuando la muestra de Gallardo se organizó e inauguró, aunque mi salida tras casi doce años de labores en esa institución se anunció semanas antes de la polémica.
Todos sabemos que la reconciliación no es un mecanismo o una obligación. Es un desafío ético, no una consigna moral. También me resulta claro que la percepción de la ofensa es un muy mal punto de partida para apreciar y reflexionar sobre obras artísticas, en toda su fascinante fragilidad. El caso, y nuestra acción, fue en la historia del Museo, un acto excepcional. Si el supuesto ofendido hubiera sido una corporación suiza, los miembros de una iglesia, o los terraplanistas, hubiera habido poco o nulo interés en reducir la confrontación. Yo asumo personalmente la responsabilidad por impulsar esa excepción, y la apuesta riesgosa que involucró: lidiar con seres humanos y sus pasiones no es un arte de cálculo sino de decisiones específicas. Sigo pensando que actuar con esa protesta, con la tozudez preconcebida por la tradición de defender la libertad artística contra viento y marea, hubiera sido éticamente equivocado. También lo sería dejar pasar el evento sin juicio crítico.
Cualquiera que sea la posición que las distintas voces tomamos en el momento de esa crisis, creo que estamos en una situación que conviene caracterizar como trágica. Una obra, hecha en los términos tentativos e inseguros que rodean al atrevimiento de hacer obras de arte, y que de hecho exploraba la confusión de una artista en una situación inmanejable, se convierte en el disparador de una masa de indignación llena de unanimidades. Las protestas, ciertamente, levantaron una serie de temáticas en extremo importantes: quién tiene derecho a regular la representación en las obras artísticas; cómo se relaciona la expresión descarnada de emociones, e incluso el uso de palabras altisonantes, con la representación de grupos en situación precaria; cuál es la relación entre las pretensiones éticas e incluso terapéuticas de prácticas colaborativas y el cuidado del prestigio de las instituciones que con toda clase de dificultades tratan de aliviar la injusticia y discriminación; y cuál es la función de los curadores e instituciones artísticas en relación a la valoración cambiante de los límites y formas aceptables de representación, etc. Pero esos debates no se plantearon primordialmente en términos de la crítica de las obras, sino en una condena moral y destemplada de la persona de la artista, que incluyó ataques a su condición de extranjera y la percepción de que su supuesto feminismo representaba una situación de privilegio de clase y raza. Más dramáticamente, tuvieron la peculiaridad de exigir la cancelación de la exhibición de modo inmediato. Esta es una situación que es cada vez más frecuente en el campo artístico: la demanda de censura de las obras de arte tiende a provenir cada vez más de sectores que se consideran avanzados y progresistas, se formula a partir de conceptos de orden ético y político ligados con los avances de grupos oprimidos o marginados, y está envuelta en un lenguaje derivado de las teorías críticas en boga. Por supuesto, no es novedad en absoluto, y la historia del MUAC lo representa ampliamente, que el arte contemporáneo produzca (yo argumentaría, debe producir) debates acalorados. Pero esta vez la irritación por las obras se planteó como digna de ser repelida por medio de la acción directa, y con una demanda de censura que otrora era exclusiva de los sectores religiosos y tradicionalistas.
Lo llamativo del caso fue, también, su irrupción inesperada. Se trató propiamente de un “evento”: ni los participantes, la propia artista o sus curadores, sospechábamos una reacción tan problemática. Lo característico de este momento es que estas irrupciones ocurran con una extremada virulencia (rapidez de dispersión y violencia de expresión), independientemente de la orientación política, moral o ética que enarbolen. El hecho es que hubo un salto cuántico en la recepción de una multitud de obras artísticas, donde la denuncia de una “ofensa” antes invisible, se viene imponiendo como interpretación única. Se trata de acusaciones performativas: el estado de “ofensa” sólo ocurre en la denuncia, no como un estado documentado previamente. Cuestiones tales como la irrupción de nuevas concepciones de la obra artística o su lenguaje, la inclusión o exclusión de practicantes, e incluso la orientación política de las obras, pasan con frecuencia a un segundo plano frente a la idea de que una obra es inaceptable por la “ofensa” de uno u otro sector de la población. Quizá la novedad que hace a esta clase de crisis más inquietantes es que movimientos sociales que aparecen contrarios a la idea de la represión, se planteen que el procedimiento quirúrgico apropiado contra las obras de arte que nos perturban, o que no se ajustan a nuestros valores, sea su amputación. La demanda de censura además es convertida en un reclamo retroactivo: lo que se reprocha es la falta de una autoridad moral, desde donde el museo debió predecir e impedir la exposición de obras que producen fricción y polémica.
En efecto: la reacción que frecuentemente establecen las redes sociales, en la pasión instantánea que plantean a las obras de arte, no se reduce a cuestionar al artista por su producción, sino en términos de una condena a la institución que la exhibe bajo la figura de reclamar que alguien debía haber impedido que la obra o artista se mostrara. De esa demanda emerge la suposición de que el propósito del museo es actuar preventivamente a la discusión incluso antes de que el objeto de la crítica ocurra o sea visible. Un principio que, por desgracia, puede ser inmediatamente traducido por los políticos y administradores en la pretensión de responsabilizar a curadores y directivos de todo futuro conflicto, en lugar de entender ese roce como parte esencial de la vida cultural misma.
El debate público y periodístico que el caso provocó tuvo, visiblemente, dos fases muy reveladoras. En las primeras semanas la condena a la artista, el museo y sus colaboradores tuvo una enorme intensidad, y estuvo marcada por alcanzar a públicos distantes o ajenos a los circuitos del arte contemporáneo. Activistas, periodistas y muchas voces en las redes acusaron a artista y Museo de llevar a cabo una explotación económica, de ejercer violencia sobre los derechos de las trabajadoras sexuales y de estar dominados por una serie de lógicas capitalistas. En los meses siguientes, ese balance se reorientó dramáticamente: colegas que ejercen la crítica de arte, y artistas de diverso tipo, desplegaron la ansiedad de ver en este caso el final de una era donde cierta permisividad de representación había orientado el carácter complejo, y ocasionalmente cínico, de la producción socialmente informada de la localidad. El caso Gallardo se asimiló en el campo artístico local como prueba directa del carácter pernicioso de las políticas de cancelación, vistas como una prohibición absoluta o final de la posibilidad crítica o libre del arte. Autores como Edgar Alejandro Hernández en la revista Cubo Blanco, por ejemplo, denunciaron que “El ascenso de gobiernos ultraconservadores, de izquierda y derecha, ha institucionalizado globalmente una corrección política que canceló cualquier posibilidad de disenso". En un texto interesantísimo, Gardi Emmelhainz criticó lo que llamó “el virus del wokismo”, al cual caracterizó como incapaz de abordar una construcción poética compleja, pues en su entender la cultura woke “erige e impone cuadrículas casi exclusivas de lectura del mundo” basadas “en asignar a los individuos a comunidades de pertenencia definidas por discriminaciones sufridas”. El artista Edgardo Aragón hizo una denuncia general de la cultura woke como procedimiento neoliberal y oportunista, que jamás tocaba las altas esferas de poder cultural, que estaba regida por lo que él definió como “capitalización de la víctima”. El consenso de esas voces consistió en ver en la crisis de Ana Gallardo un cambio de época, que haría imposible la discrepancia que había caracterizado la etapa reciente del arte local.
Ahora bien, tengo para mí que atribuir este giro inequívocamente a los efectos malignos de la llamada “cultura de la cancelación” y al “wokismo” es problemático, entre otras cosas porque adopta la distorsión de términos como “woke” y “politically correct”, que exitosamente ha facturado en el seno de nuestro sentido común la derecha radical. En lugar de comprenderlos dentro de la hipótesis de generar cambios sociales mediante cambios de usos lingüísticos, o percibir el llamado a un despertar de la conciencia e historia de clase y raza en las sociedades americanas, los acabamos caracterizando como fenómenos de opresión irracionales que utilizan demandas de justicia para imponer una normativa inventada. Ciertamente, movimientos sociales de todo tipo, tanto de género como de crítica decolonial, han optado por ejercer visiblemente una crítica efectiva y de índole moral sobre el campo de la representación. Pero sería excesivo y políticamente peligroso hacer a esas posiciones inmediatamente responsables del renacimiento de los llamados de censura en el campo artístico. Me inclino a pensar que esta conflictividad es resultado de un fenómeno múltiple, y que tampoco puede deducirse fundamentalmente de los cambios que el internet y las redes sociales han introducido en el funcionamiento de la esfera pública, como recientemente ha propuesto Daniel Montero.[2] Permítanme una breve enumeración de algunos factores que me parece importante tomar en cuenta para evaluar la forma en que actualmente se manifiestan, y exacerban, estos conflictos artísticos:
a) Los inconvenientes del éxito. Debemos apreciar, en el carácter explosivo de las polémicas, la inscripción reciente del arte contemporáneo como una práctica cultural localizada ya no en el margen, sino en el nudo de la visibilidad y el prestigio cultural actual. Una fuente muy importante de conflictos es el modo en que el arte contemporáneo, al volverse “exitoso”, destruyó la protección que le ofrecía su irrelevancia y oscuridad. El ascenso en la visibilidad social del arte contemporáneo como mercancía y espectáculo —que es fácil constatar en su mera existencia en el campo de la cultura popular— propicia que sea atacado por la sospecha de que es un aliado cómplice de los poderes existentes. Esta doble inscripción, como un arte con un gran alcance público y que es parte de la economía del prestigio de las élites del neoliberalismo, es un dato que artistas y curadores deben ver a la vez como un elemento de su poder crítico, y que hace sospechosa su operación. De igual modo, su alojo por parte de los poderes económicos y políticos tiene como consecuencia el rencor de las élites y las administraciones al enfrentar momentos del arte contemporáneo que no les son redituables porque producen debates que cuestionan su privilegio.
b) El amarillismo del periodismo en crisis. Un factor clave en la situación de crispación de la opinión pública respecto al campo cultural, es el cambio de modo de producción de los medios, y no sólo en relación a la irrupción de las redes sociales. Vivimos una época de violenta transición en la economía y base social del periodismo moderno: el sistema que garantizaba cierta libertad política de la información bajo el capitalismo, la combinación del negocio de la publicidad con la conducción de la opinión pública, ha entrado en una crisis definitiva por la disponibilidad engañosamente gratuita del internet, y la quiebra de la publicidad tradicional pagada. La judicialización efectiva o metafórica de la fuente cultural es un signo de esa crisis de medios. La información cultural está obligada a mimetizarse con la sección policiaca. El resultado es una redistribución: la oferta de análisis e información de la sustancia cultural que otrora era una función de los medios de masas ha quedado desterrada a la academia y los productos de los centros culturales y museos, donde tiene poca influencia sobre la opinión pública general, que se rige por representaciones culturales propias. No ayuda en absoluto a generar la transmisión de ideas que el periodismo en crisis requiere para existir en la precariedad que le impone la reinvención constante de la provocación.
c) La fragmentación de la escena pública y la función del escándalo como reconstitución del todo público. Asistimos a una balcanización de las escenas culturales y la esfera pública. La unidad de la audiencia monopólica de los medios masivos modernos prácticamente no existe, y en su lugar emerge una panorama de guetos innumerables. Irónicamente, quizá solo el escándalo permite rebasar las fronteras entre esas islas culturales y, por tanto, establecer un horizonte compartido. El escándalo se ha convertido, así, en nuestro único momento público generalizable: es la nueva lengua franca, que reconstituye la ilusión de alguna comunidad.
d) La combinación de exoterismo y esoterismo del arte contemporáneo. Finalmente, no está de más llamar la atención al hecho de que la obra de arte contemporánea ha adquirido, uno diría que casi estratégicamente, un carácter de comprensión múltiple: con frecuencia se ocupa de modo muy directo de fenómenos sociales y culturales de vasto alcance, pero también exige y propicia lecturas esotéricas y complejas que no están disponibles sin participar de los discursos críticos y debates académicos. Esa doble articulación favorece una recepción iletrada en la que, como dice Gardi Emmelheinz, “el medio se pierde y sólo la inmediatez, lo inmersivo y lo directo, son legibles y aceptables”. Lo que sospecho de ese conflicto entre superficialidad y complejidad no se debe tan solo a que, como dice Emmelheinz “nuestra cultura woke” tenga “incapacidad de lectura entre líneas”. También es un costo de la negociación de un arte avanzado, que mezcla planos exotéricos y esotéricos de modo alambicado.
Mi sugerencia es que debemos enmarcar los desafíos de opinión que enfrenta el arte contemporáneo en un cuadro complejo, que incluye el dato de que todo indica que la crítica cultural incluirá un momento constrictivo que curadores y artistas debemos asumir como un reto, sí, pero no un apocalipsis. No quiero reafirmar la visión persecutoria del fantasma de la cultura woke, porque corremos el peligro de volvernos aliados de la ofensiva cultural conservadora de la derecha rampante a nivel planetario, lo mismo que del atraso artístico de la izquierda realmente existente.
No me parece incompatible aspirar a sostener un campo de tolerancia y autonomía artística, con la valoración de las tácticas que usualmente desdeñamos o tememos bajo la figura sospechosa de “la cultura de la cancelación”. Es perfectamente posible apreciar el modo en que los movimientos feministas y decoloniales han empleado una serie de tácticas de condena política y moral como armas importantes en el intento de contener la violencia estructural de nuestras sociedades, y al mismo tiempo entender que el campo artístico y cultural no puede responder a una serie de principios normativos absolutistas. A diferencia de los temores que expresan muchos colegas del campo artístico, que los movimientos contemporáneos recurran a medidas punitivas no me parece un dato abominable. Quizá por haber sido formado como historiador, asumo que la economía del prestigio en muchas sociedades incluye la administración del arma de la infamia como medio de regulación social y política. No es cierto, como a veces plantean los críticos liberales, que el principio legal de la presunción de inocencia se aplique como mandamiento universal en los campos de la cultura: los movimientos sociales actuales han encontrado en el uso estratégico de la infamia un recurso de crítica y autodefensa necesario. Es improbable que un movimiento social pueda operar sin producir un cierto grado de injusticia, y comparado con la violencia que implicaron las revoluciones modernas, los destrozos que producen los movimientos actuales no se comparan con la violencia que comete el poder o la reacción heteronormal al cambio cultural. Muchos de nuestros argumentos sobre el movimiento social provienen, correctamente, del temor al autoritarismo estatal, pero sigue siendo el caso que esta “violencia” es marginal frente a la que ejerce el sistema económico, la criminalidad o los gobiernos. El wokismo no es un estalinismo.
Uno de los principales misterios que la situación presente convoca, es que sectores de los movimientos sociales que defienden la complejidad de la experiencia personal y sexual, y que cuestionan la hipocresía moral heteropatriarcal, piensen que es útil, necesario o culturalmente productivo definirse en torno a exigencias y reglas morales en el campo artístico y, además, se piensen como proyectos de afirmación identitaria. Ataques como los que recibió Ana Gallardo no sólo eran desinformados, xenófobos e irreflexivos, sino que se antojan como desencaminados. Es trágico que movimientos avanzados se permitan caer en el campo estético en actitudes que los emparentan con los criterios más conservadores y reaccionarios posibles. Ciertamente, aquí hay una situación digna de reflexión: mientras que el artista gozó, durante la modernidad, de la “licencia poética” de vivir en un espíritu transgresivo, en contraposición de la moral burguesa, le exigimos cartas de moralidad personal y pública dignas de un monasterio. Es inquietante que se pretenda que obras y artistas encarnen una rectitud que está cada vez más ausente de la vida pública. Es quizá una expresión de la negatividad estética que pedimos a los artistas un grado de pureza de comportamiento muy por encima del resto de los ciudadanos, en un tiempo caracterizado por la amoralidad sino es que la perversion de los políticos y las clases altas.
Curiosamente, a pesar de la violencia del caso, no es verdad que Ana Gallardo haya sido efectivamente expulsada del campo cultural, ni que la crisis haya dejado de ser intelectual y políticamente productiva. El modo en que, por ejemplo, Cruz Flores ahondó en su condena de lo que percibe como una forma de capitalismo visual, y sin embargo marcó distancia de la crítica reaccionaria, tanto como de posturas como la mía, es la prueba de que no todo este debate ha sido una perdida. El caos de posiciones, y su aceleración cibernética, no implican la cancelación del proceso crítico.
Lo preocupante del uso de prácticas punitivas de parte del movimiento social está, quizá, en el fetichismo de los medios: la forma en que actitudes, armas, prácticas pasan a ser identificadas con el movimiento mismo, y llegan escapar a alguna evaluación de sus resultados. En mi preocupación incluyo el efecto autodestructivo de los medios del movimiento social al ser remitidos contra sus potenciales aliados. Lo inquietante no es, en mi opinión, la definición de los métodos o persuasiones del movimiento social, sino el automatismo con el que ha acabado por ejercer sus métodos. Es problemático que los movimientos sociales recientes han convertido sus armas más extremas, la cancelación, la infamia y la funa, que han sido formidables para señalar injusticias monstruosas —dirigidas contra genocidas, violadores, feminicidas, demagogos— en recursos que puedan emplearse en atacar algo tan menor y banal como el uso de cierto lenguaje o una obra de arte, y a un ser tan carente de poder efectivo como una artista. Además esa falta de racionalidad de medios y reflexión acaba siendo contraproducente: la fiereza y certeza con que un movimiento social supuestamente emancipatorio ataca a una mujer por extranjera, y proyectándole toda una serie de fantasías de clase, contribuye a justificar los ataques derechistas a los métodos de justicia simbólica del movimiento social. La táctica que en algún momento pudo tener visos de eficacia, se desgasta al volverse meramente una forma expresiva. Como suele suceder a las formas identitarias, deja de ser un instrumento o medio, para acabar siendo un gesto involuntario e impensado: la funa por la funa misma.
Intento, en lo posible, hacer una crítica específica, que a la vez quiere ejemplificar que la autocensura que ha prevalecido en torno a los movimientos sociales recientes no es obligatoria. Hay otro problema estratégico, que en mi opinión es igualmente preocupante: la forma de acción directa que tomó carta de naturalización en México, sobre todo a partir del destino del movimiento del CGH en el año 2000, que consagró algo que hoy es un sentido común: la llamada “Libertad de expresión manifestataria”. Toda clase de acciones ocurren sin representación, asamblea o algún filtro que establezca responsabilidades, objetivos y límites. Las acciones se acuerdan, en cuestión de horas, por Facebook o WhatsApp, en un grupo usualmente minúsculo, incluso conspirando en público. Cuesta trabajo pensar que ese espontaneísmo pueda proponerse objetivos medibles que no sean el paso de un escándalo al siguiente.
Es ante este panorama que se requiere una defensa de cierta noción de autonomía artística. Sabemos que las obras de arte pueden servir tanto para producir entusiasmo, como repulsa: un resultado que es siempre a posteriori. Y por tanto existe la crítica, que no es la aplicación de una norma cultural. La diversidad de los públicos, sus posiciones siempre cambiantes, el carácter flotante y mutable de los significantes, hace imposible adivinar qué ideas o referencias en las obras pueden generar una irritación, que en sí misma no es un defecto del proceso cultural, sino uno de sus componentes.
Un contrato social no escrito nos hace reflexionar en el campo artístico sobre nuestra reacción ante las representaciones, las formas y las palabras, con cierta distancia y mesura. Otorgar a las obras de arte un sentido diferenciado, y pensarlas con calma, ligeramente al margen pero en tensión con nuestro gusto y la cultura, es una convención que permite que en ellas se haga presente lo improbable, lo potencialmente intolerable, lo diverso y lo extraño. Se equivocaría quien piense que esta diferenciación, no del todo resuelta, entre lo estético, lo político y lo cognitivo, es una aburrida disquisición filosófica. En absoluto: es un aparato político. Es un mecanismo que ha creado un parapeto para la disidencia cultural y artística, incluso en sus desvíos y errores. “Autonomía” es el nombre de un truco y juego de manos con el que impedimos que las obras artísticas caigan en el dominio de los aspirantes a censores morales, del comando partidario, y de la obligatoriedad de las epistemologías vigentes. Ciertamente, la inscribimos en ciertos procedimientos de gestión cultural, por ejemplo, en las estructuras de programación de un museo. Ese orden burocrático corresponde a una institución política que busca que lo incómodo, lo inmanejable, lo ínfimo, lo inconveniente, y lo diverso, existan en el espacio de representación, a pesar, incluso, de las nociones de justicia de un momento determinado.
También, nos permite actuar con cierta confianza de que los daños que las obras de arte producen, o sus beneficios, son en realidad marginales y/o mediados, y detectar que cuando se plantean con la hipérbole de ser “de vida o muerte” alguien intenta manipularnos. En efecto: las representaciones de las obras y sus actos no son equivalentes a la fuerza de los actos políticos, económicos o informativos; ni siquiera son interacciones sociales ordinarias.
Molestarse y repudiar una obra es enteramente legítimo: reclamar la ofensa ha sido, en cambio, hasta muy poco una extravagancia que necesitaría argumentarse poderosamente para no parecer delirante. Por supuesto, si una ofensa se argumenta cuidadosamente, el enojo deja de ser inmediatista. Suscita una discusión. Deja de ser una mera expresión de ofensa y transmuta en crítica.
Una de las tareas de artistas, curadores e instituciones en el futuro será redefinir, en su favor y en favor de lo inesperado, el significado de esa distancia: hacer comprensible la utilidad política y social de ese distanciamiento, incluso para quienes hoy desconfían del funcionamiento cultural en conjunto y esperan un arte sometido o comprometido. Tengo la esperanza de que, internamente, aún los propulsores de un arte absolutista entienden que es inviable desterrar las ambivalencias y oscuridades de su relación con la cultura. De otro modo, prepárense para una perpetua guerra civil. Sus enemigos, que también son los nuestros, estarán complacidos.
En cualquier caso, me parece que de momento el riesgo más grande que tiene el campo artístico no viene de sus críticos exaltados, sino de la falta de convicción y el miedo del aparato cultural. Sigue siendo el caso que las principales limitaciones a la libertad artística y curatorial provienen de la acción, frecuentemente silenciosa y encubierta, de las llamadas autoridades culturales, quienes han introyectado la pretensión de tener un campo artístico que no genere problemas. Son ellas quienes, usualmente, pueden imponer discretamente sus propios temores ante la reacción social y política; es su incomodidad con la polémica la que frecuentemente impide que aun los estallidos más problemáticos terminen en el lugar que les corresponde, que es el debate. No nos conviene replicar los miedos que, como Helena Chávez Mac Gregor apuntó sagazmente, caracterizan a instituciones donde públicamente se afirma la necesidad de abrir debates sobre la situación de género, y sin embargo “ algunas de las autoridades realizan actos que solo podría definir como de psicomagia para remover los estallidos y borrarlos”. Lo nuestro, en todo caso, consiste en participar con todas las contradicciones posibles, en el campo sensible que reflexiona, opera, critica y atraviesa esos estallidos.
Quiero terminar con una nota que, en la oscuridad que experimentamos, me pone intrínsecamente alegre. Lo que ahora vivimos, a pesar de que a muchos parezca un evento final, es sólo el principio, y el resultado no está definido. Hay demasiados nubarrones en el horizonte: nos toca pensar, actuar, encontrar cómo producir luz. Lo que hacemos, acompañar el trabajo de la libertad creativa, negociar cierta distancia y comprensión a formas de disidencia de sentido, escuchar y aprender de lo inesperado, incluso y porque es irritante y problemático, va a ser una emocionante necesidad. Es bueno que algo que parece abstracto se revele como imprescindible.
[1] Este texto fue presentado en el XX Congreso Internacional de Arte Universidad Iberoamericana: “Museo Incómodo”, Organizado por El Departamento de Arte de la Universidad Iberoamericana, el ICOM México y el Erasmus Museums Joint Masters in Education in Museums and Heritage Programme (EDUMaH), el 4 de junio de 2025. Amplía la ponencia que presente en el foro foro: “Prácticas colaborativas y dimensiones ética desde el arte y la cultura” en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), el Miércoles 29 de enero de 2025.
[2] Ver: Daniel Montero, Ready-Image. Por una nueva relación crítica entre las imágenes y el arte contemporáneo, México, Exit, 2024. Entre otras cosas, Montero analiza varios casos de escándalo del arte contemporáneo en México, sugiriendo que el arribo de las redes sociales marcaron un cambio radical en la naturaleza y frecuencia de los escándalos artísticos.
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Texto publicado el 27 de junio de 2025.