La cosa cósmica

Por Ricardo Pohlenz 

Al vocho de Damián Ortega se le ha traducido como “objeto cósmico” cuando su traducción literal es “cosa cósmica”. Moverlo de lugar, en términos de sentido, de la cosa al objeto, resulta desafortunado –pienso– resbalándose entre los matices, percepciones y alcances que separan un término del otro. Aunque no deja de ser representativo –en cierta medida– de ese movimiento en el despunte que tendría el  arte contemporáneo nacional –diciéndose distinto a cualquier modernidad– a partir de los años noventa, llevado –o surgido– en otras partes y traído luego de regreso para acá. ¿Movemos cosas o movemos objetos? Si lo traducimos de forma literal diciéndole tal cual: cosa cósmica, siento que se ajusta mejor a su intención y pretensiones.

Metidos en ese flujo de ideas, donde pasamos de cosas a objetos en términos de uso y sentido, igual podríamos deslindarnos un poco más y llamarlo onda cósmica, aludiendo a la intención original que la define, desde su nombre, como desarticulación o desmembramiento de un artefacto simbólico que hace eco de lo que, por una parte, es sinécdoque de la industria de postguerra en distintas latitudes, y que por otro, vino a definir, en términos de síncresis y tropicalización, el paisaje emocional cotidiano de un entorno social. Queda pensar que paisaje y entorno también se confunden, diciéndose desde distintos lugares. Eso es lo que dice, supongo, la Cosa cósmica, dispuesta ahí en el Museo del Palacio de Bellas Artes, no en sala sino en uno de los pasillos, en contrapunto –o diálogo, según se quiera ver– con Nueva democracia, el mural emblemático de David Alfaro Siqueiros de 1945, cuyo nombre resuena –todavía– como una declaración. Distintos lugares desde un mismo lugar, distintos sentidos que se enciman, en la vocación de vincular significados desde la generalidad de un contexto, para que sumados, digan una cosa distinta y no las mismas dos cosas.

Llegados a este lugar no podemos más que reaccionar ante la sobrecarga que supone la superposición de estos contenidos, tendidos en los extremos de un cordón de ropa secándose al sol que dice –en términos más relativos que oficiales– lo que se nos ha impuesto como imaginario nacional: un tanto por decreto, otro tanto como accidente, otro tanto, siempre en disputa. Pienso, por ejemplo, que en medio de ese cordel pende todo entero, Sebastián, y un poco más allá, Germán Venegas. Pero esto pasará desapercibido a todos los niños que, llevados en corros, van de visita al Palacio para ser testigos de este portento en particular. La impronta será relativa, pero ahí quedará, entre agentes remotos a su primer y más próximo acercamiento al mundo: el videojuego.

Esto no es nuevo, por supuesto, y no implica que se haga –siempre se hará– un video explicativo, por un lado Siqueiros y la democracia encarnada y por otro, Damián y lo democrático, desarticulado en un esquema que lo sublima, de por sí, como tal. Falta ver que entendemos por Democracia, parece a veces un producto gringo que se vende igual que las papas y los chocolates. Y es desde ahí que se me ocurre que lo que habría que hacer, como extremo de una reflexión crítica –un cordel, igual– es un videojuego. Lo que serviría, además, como gran herramienta didáctica. Podemos partir de la premisa esencial de la pieza, el armado o el esquema de armado, las piezas del sedan Volkswagen 1989 se aparecen –o viven en el desorden de una pila– para ser dispuestas en el espacio simulado de la pantalla mientras que la nueva democracia de Siqueiros usa las pesas atadas a sus cadenas para irlas quitando de lugar, provocando una dinámica de reconstrucción que exigirá del jugador de una gran velocidad y pericia. Habría colas si se dispusieran consolas alrededor del armatoste, y –tal vez– nos darían una mejor perspectiva del portento que trastorna y transgrede ese pasillo, haciendo hiato de los setenta años que los separa en el tiempo –en la ilusión que nos comparte este transcurrir abolido– frente a un momento presente –un monumento presente– donde aquello que representa, uno y el otro, se deslee, se diluye, se pierde y se resignifica. Eso que nos dice el game over que se impone sobre nuestros afanes de completar nuestra cosa cósmica. Lo que nos llevará un rato después a preguntarnos: ¿Será mejor jugar del lado del muralista?

Es una actualidad que pervive –al menos para mí en lo remoto, al respecto de lo rápido que transcurren igual ochenta que veinte años, entre quehaceres diferentes haciendo épica sordina  en ese espacio sin tiempo donde se conjuran la cosa cósmica de Damián Ortega y la nueva democracia de Siqueiros, más allá de coyunturas políticas, derroteros personales y pathos social. Ese otro lugar que resulta tan elocuente como paradójico, tan claro como alevoso, que se nos presenta como descubrimiento, con toda intención, apelando a vasos comunicantes que transforman, deforman y deprimen los sentidos –ese ser ahí buscado o provocado en aras del acontecimiento. No había pregunta frente al resultado que se venía. Estaba ahí, inmanente si se quiere, todo potencia, más allá del mirarse entre el artista y el curador detrás de la posibilidad de ponerlo ahí, más como una declaración que una provocación, emulando una práctica política que se define a partir de proclamas y apropiaciones. ¿Es que podemos leer al arte más allá de las líneas políticas que las generan, o más bien, amparan y legitiman? Siqueiros haciendo corte de caja entre estratos políticos, asumiendo la desproporción de una decadencia, Damián, asumiéndose vehículo en ralentí del fuego nuevo que nos igualó –como producto– en el mercado mundial. ¿Será la tropicalización nuestro último baluarte? ¿Nuestra última forma de resistencia? 

Dispuesta ahí, en tanto adorno esencial y emblemático de su exposición retrospectiva en el Palacio de Bellas Artes, parece comérsela, someterla entera, aun cuando queda siempre pasear por lo demás, y retratarnos –por ejemplo entre los hilos de esa otra instalación, la “nube pandeada” (que sirve de mejor traducción que combada o arqueada para warp) donde combina nociones de física con retórica para distorsionar nuestras percepciones de distancia y proporción dentro del espacio, “cosa” que viene a decirse como un después –una abstracción a lo que fue este despliegue de desarticulación –las autopartes misma que presentó Gabriel Orozco en calidad de curador  allá en el 2003 –en pleno auge del neoliberalismo mexicano– en la Bienal de Venecia, después que la “cosa cósmica” pasó sin pena ni gloria para nosotros por el Instituto de Arte Contemporáneo de la Universidad de Pennsylvania. Supongo que entonces era una pregunta, una posibilidad que se abría entre tantas más, y que la Bienal le sirvió de presentación en sociedad. Ha sido un camino largo, no tanto como el del mural de Siqueiros, pero en gran medida, hay que aceptar que no les hemos hecho mucho caso hasta ahora. El mural seguirá siendo parte del paisaje oficial mientras que la cosa cósmica será desmantelada y quedará, en remedo de sí misma, en tanto documento, ese mismo que podía buscarse en publicaciones remotas de estratos tan distintos como Código y Curare. No traeremos a corros de niños a recordar este momento, en su figuración, en su aquí estuvo. Dejará de estar y ya, a menos de que se decrete lo contrario y lo vivamos como el resto del arte sacro nacional, como una imposición.   

Damián Ortega recuerda que, cuando compró el coche, dos adolescentes se lo desarmaron en poco más de cuatro horas en el lote donde lo encontró. Queda repensar esa eficiencia performática frente a lo que supone su nuevo avatar en tanto pieza, en tanto lugar, en tanto modo. Ahí cuelga, desmembrado cual proyección del ensamble posible de sus partes, negando su referente al aludirlo –teniéndolo, buscándolo, trayéndolo a cuenta diciendo cada una de sus partes, negándole así su peso –en tanto reliquia temporal trascendido a sus funciones, donde cabe reconocer lo que fue, lo que pudo haber sido, con lo que es ahora.

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