Por Fernanda Torrescof
En la exposición a dúo ¿Cómo se escribe muerte al sur?, de Carolina Fusilier y Paloma Contreras Lomas, la muerte entabla un diálogo con el Museo Anahuacalli. El museo se revela como un territorio de experimentación donde convergen la memoria, la ficción, el sacrificio, la inmortalidad y la potencia de un espacio simbólico capaz de resucitar objetos que, según su contexto, narran historias alternas donde la tecnología prolonga la existencia de aquello que pudo perecer. Es decir, la muerte no se concibe como una clausura, sino como una interrogante abierta: una escritura en proceso que se despliega desde el sur.
Pero, ¿de qué sur se trata? ¿Es el sur geográfico de la Ciudad de México, donde se erige el Anahuacalli? ¿El Sur global como construcción geopolítica y epistémica? ¿O acaso ese sur simbólico donde la muerte habita en el inconsciente colectivo, asociado al inframundo, a lo subterráneo, a las ruinas, a la sombra? Más bien, se trata de un umbral en el que los vivos reescriben la vida de los muertos, a través de una propuesta que entrelaza mito, tecnología y la memoria material de las piezas prehispánicas del museo.
Desde esta perspectiva, la propuesta de Fusilier y Contreras redefine la función del museo: lo activa como un agente simbólico donde convergen los objetivos del espacio, las piezas expuestas y las nuevas propuestas artísticas que allí cohabitan. Este templo, originalmente destinado a albergar la colección prehispánica de Diego Rivera y concebido también como el lugar donde habría de reposar su cuerpo al morir, se transforma en un umbral entre la presencia y la ausencia, entre la vida, la muerte y las promesas de una tecnología futurista inscrita en la modernidad occidental.
La muerte, entendida como una certeza constitutiva de la existencia, se convierte aquí en un eje que articula la comprensión de nuestra finitud. Desde el nacimiento, este acontecimiento se inscribe como una posibilidad ineludible, y a lo largo de este tránsito hacia lo inevitable, emergen interrogantes existenciales que desestabilizan nuestras certezas ontológicas más fundamentales. Diversas culturas, como las prehispánicas, buscaron afrontar esta angustia existencial mediante sistemas simbólicos que, desde el emplazamiento humano, elaboran sentido frente a lo incomprensible. A través de imágenes, esculturas y narrativas que derivan de mitos: construcciones afectivas articuladas desde el inconsciente colectivo, se intenta responder a cuestiones fundamentales sobre la existencia y su finitud.
En este contexto, la exposición ofrece una experiencia particular sobre la muerte, vista desde las perspectivas de Fusilier y Contreras, cuyas trayectorias están marcadas por sus orígenes latinoamericanos en Argentina y México durante el neoliberalismo de los años noventa, así como por la influencia del cine y la literatura de ciencia ficción latinoamericana posteriores a la década de los ochenta, permeada por la hegemonía cultural de Estados Unidos. Sus obras abarcan mitologías propias, objetos transformados por la estética pop e instalaciones que reflejan su interés por el futurismo.
La investigación de Carolina Fusilier se sitúa en los bordes especulativos de la teoría biocosmista, en diálogo con la propuesta del filósofo ruso del siglo XIX Nicolás Fiódorov, quien concebía la muerte no como un destino natural, sino una falla estructural en la configuración del ser humano, susceptible de ser corregida mediante los avances de la ciencia y la tecnología. Desde esta premisa, la práctica artística de Fusilier activa el museo como un espacio de experimentación electromagnética, donde la materia inerte (hojas secas, residuos) es reanimada simbólicamente a través del uso de electricidad en sus instalaciones y videos. Así, el museo deja de ser un recinto de contemplación pasiva para convertirse en un laboratorio de resurrección poética.
En colaboración con el cineasta experimental Miko Revereza, Transmolecurización (2025) es una instalación de video que surge de un experimento con tecnología analógica de VHS y técnicas de retroalimentación visual, en el que la cámara se filma a sí misma. Los artistas exploran lo que el budismo tibetano conoce como estado Bardo: esa transición entre la muerte y el renacimiento del espíritu, a través de la imagen en movimiento, cuestionando la continuidad de la consciencia al salir del cuerpo. Mediante secuencias abstractas y animaciones en loop, la obra proyecta colores y formas que se expanden, respiran y se regeneran, evocando estados meditativos del ser y revelando dimensiones sutiles de la consciencia en tránsito.
En este sentido, la obra de Fusilier sugiere que la muerte puede entenderse como un proceso de transformación, donde el alma trasciende hacia otro plano, aunque no necesariamente físico, sino uno en el que la materia cede su lugar a la vibración del color, la forma y el sonido. Aquí, es el movimiento lo que pulsa en la frecuencia de la imagen, haciendo visible lo intangible.
Aceptando la inevitabilidad de la muerte, ¿puede el arte devolverle la vida a los muertos? Jardín biocosmista (2025) es una instalación compuesta por plantas secas, recuperadas del jardín del museo y activadas por motores giratorios en una danza mecánica. Esta coreografía vegetal, dispuesta frente al mural El hombre en la encrucijada (1932), genera una interacción entre la obra y la naturaleza muerta, mediada por el movimiento que emana de la energía eléctrica. De este modo, se plantea la posibilidad de que, mediante un botón, el hombre sea capaz de controlar los procesos naturales de la vida. A partir de esta pieza, la artista abre la problemática sobre el control que la modernidad ha ejercido sobre la naturaleza, un control que, al privilegiar la razón, se alejó de la dimensión espiritual de lo humano y priorizó la ciencia. Dicho distanciamiento, al reducir la muerte a un fenómeno mecanicista y controlable, deshumaniza el sentido de la pérdida. En este contexto, la obra de Fusilier invita a replantear hasta qué punto el ser humano puede controlar y manipular la vida sin perder de vista los procesos afectivos y emocionales relacionados con la finitud y la fragilidad humana.
Entre las piezas más representativas de la exposición se encuentra la maqueta de cerámica de Paloma Contreras Lomas, que condensa su particular cosmovisión mediante una combinación de lenguajes visuales donde se entrelazan deidades del panteón mexica, figuras mitológicas grecolatinas, referentes de la cultura pop y símbolos que oscilan entre lo sacro y lo profano. En el centro de esta constelación iconográfica se ubica el sacrificio de una rana, que alude a Diego Rivera y a la carga ideológica que permea su legado político y cultural.
El trabajo de Contreras se articula desde una lógica de hibridación tanto temporal como cultural: fusiona mitologías, cronologías e imaginarios en escenarios que disuelven el límite entre el pasado y el presente, y que cuestionan las múltiples concepciones de la muerte. Lo hace desde un enfoque crítico donde el humor y la ironía operan como estrategias discursivas que replantean su perspectiva sobre los efectos de la modernidad en México.
Entendiendo su postura respecto al ritual del sacrificio a partir del dios del panteón mexica Xipetotec Cyborg (guardián desollado) (2025), puede leerse una intención donde la modernidad, encarnada en la tecnología, se funde con el imaginario prehispánico y el culto a sus deidades. Esta hibridación da lugar a un cuerpo desollado que, lejos de morir, se transforma. El sacrificio, aquí no representa un final, sino una mutación simbólica que habilita la resurrección: una extensión cyborg del cuerpo, donde el alma no trasciende, sino que se reconfigura desde otras posibilidades matéricas.
Siguiendo esta línea de pensamiento sobre la reinterpretación del sacrificio, la pieza Club Rana Disco (2025) presenta el sacrificio de una rana como elemento central. Paloma Contreras inscribe esta escena en el museo que Diego Rivera concibió como templo para su colección prehispánica, e incluso como posible tumba propia, y a partir de este gesto convoca al sacrificio como acto ritual que condensa el sentido de la pieza. La artista resignifica dicho sacrificio desde la ironía y la performatividad, al convertirlo en el espectáculo central en un club o fiesta espiritual.
En general, la pieza apunta hacia la estética kitsch al integrar elementos de la cultura pop, como la cruz de Sailor Moon fundida con el martillo comunista. que conviven con deidades mexicas y las referencias al inframundo grecolatino, como Virgilio y Caronte de la Divina comedia. Su hibridación simbólica opera desde una ironía que cuestiona la manera en que la modernidad ha diluido las tradiciones culturales del mundo occidental a través de la globalización.
La muerte al sur, escrita desde la producción de estas dos artistas latinoamericanas, se despliega como una narrativa fragmentaria que atraviesa la vida desde el reconocimiento de nuestra finitud. En este tránsito, que recorre el alma en su anhelo de trascendencia, la muerte deja de ser un punto final estático para devenir en un movimiento o bien, una deriva hacia lo desconocido. No desde lo físico, sino desde lo simbólico, donde mito, tecnología y arte convergen.
Finalmente, el arte, como generador de conocimiento sensible, abre un espacio para investigar el fin de la vida, no con la intención de negarlo, sino de resignificarlo desde otras dimensiones: afectivas, espirituales y estéticas. Así, la vida deja de escribirse en una línea temporal o en un arraigo territorial, para repensarse en un entramado donde la tecnología, lejos de ser una herramienta de dominación, puede, según su uso, reescribir la ausencia y ofrecer un campo de posibilidades alternas.
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Texto publicado el 16 de mayo de 2025.