15 Bienal FEMSA

Wildlife Insights (Avistamiento del encuentro salvaje), de Cosa Rapozo.

Por Edgar Alejandro Hernández

 

LEÓN, Gto.- La voz de la montaña es el poético título que lleva la 15 Bienal FEMSA. Tan poético que resulta imposible asirlo a un discurso curatorial. Tan poético que no responde a un aparato crítico. Tan poético que lo mismo refiere al paisaje que al cuerpo, a la identidad que al territorio, ejes por sí mismos mastodónticos e inaprensibles. Tan poético que no dice nada, pero suena tan bonito que ya no importa si al final comunica algo al público.

Inabarcable como cualquier evento de su tipo, la quinceañera bienal se divide en dos ciudades, León y Guanajuato, y ofrece una fragmentada oferta visual a partir de 29 comisiones, que en muchos casos aterrizan como nave espacial o como sede alterna de la Ciudad de México. Sin tomar riesgos curatoriales, todo ocurre en una zona de confort que por momentos provoca la sensación de acudir a una feria de arte. No obstante, hay que decirlo también, en el trayecto aparecen algunas piezas que generan un diálogo con el arte y la infraestructura cultural del bajío, más adelante hablaremos de ellas.

Como ocurre siempre que se intenta juzgar un evento de estas dimensiones, muy por encima de la capacidad de aprehensión de una persona promedio, la única opción que existe (o que he encontrado) es la de concentrarme en las obras que convocan los problemas más útiles. O para decirlo más claro, que tuvieron el efecto de afincarse en la memoria a contracorriente de la marea visual y de información con la que el visitante es bombardeado.

Tras dos días de ver exposiciones, uno en la ciudad de Guanajuato y el segundo la ciudad de León, no me quedó duda de que se presentan obras importantes, pero también fue claro que su selección no estaba definida por un guion curatorial, sino por la visibilidad de los artistas convocados, independientemente de que representan diferentes generaciones. Salvo honrosas excepciones, las piezas no se vinculan con temas o problemáticas del bajío o, para decirlo como los curadores, con la voz de la montaña. Pocas caras nuevas y un despliegue de obras impecablemente producidas, que igual pueden montarse en el Museo del Pueblo de Guanajuato, que en cualquier galería de la colonia Roma, en la Ciudad de México.

Aquí vale la pena recordar la conferencia de prensa y la respuesta que dio el co-curador, Christian Gómez, a la pregunta de si las comisiones respondían al título de la bienal.

La intención no era tanto tener un texto o una idea que fuera como el punto de partida y que luego ilustraran las diferentes piezas o proyectos. El punto fue distinto, creo que se fue haciendo, tanto el título como el planteamiento, con el conocimiento de los procesos artísticos que se estaban convocando. Justo como decía Pamela (Desjardins), encontramos esta insistencia en estos grandes temas: la corporalidad, el paisaje, la identidad, el territorio y en las relaciones que iban teniendo. Son grandes temas, no sólo de la historia del arte, sino de la historia, y entonces pensábamos en la manera tan recurrente en la que aparecía y fue muy difícil contener estos proyectos con un solo tema o con un solo abordaje teórico. Tratamos de ir a la búsqueda de una imagen o de una metáfora que pudiera ser un hilo conductor entre los proyectos. Entonces, de alguna manera, la imagen de la montaña fue la que nos dio la puerta (…) La imagen de la montaña y la posibilidad de escucharla fue una metáfora que se fue construyendo a partir del diálogo justo como una posibilidad de invitar al descubrimiento desde la intuición, como bien decía Magali Lara.

Cual acto fallido, la respuesta de Gómez transparenta las pocas tablas de los curadores detrás de este gigantesco proyecto. Por más que se hable de un seguimiento a procesos y a una supuesta revelación, lo que el co-curador reconoció es que no hay un argumento central que permita guiar a los diferentes proyectos que se convocan o comisionan. Y eso es evidente al momento de recorrer el conjunto de obras reunidas en la bienal. Si, como dice, le apostaron a la intuición y no a la reflexión o al desarrollo de un aparato teórico, lo que queda es un gran desorden encubierto por un bonito título.

que no estoy aquí (Enclaustramiento puritano) , de Tuxamee.

Detonaciones , de Miriam Salado.

Silencio en la montaña

De acuerdo con el texto de la 15 Bienal FEMSA, “esta edición se centra en la dimensión poética del arte y se plantea como un llamado a los diferentes sentidos frente a la centralidad que tiene la vista y su racionalización en occidente. Toma como punto de partida a la montaña: imagen, metáfora, memoria y experiencia corporal que simboliza un camino de descubrimiento para crear relaciones con el mundo”. En el discurso suena muy bien, pero la realidad es que la mayoría de las obras relevantes nada tienen que ver con esta endeble construcción curatorial.

Empecemos con uno de los pocos proyectos locales que fueron convocados. La obra de Irving de Jesús Segovia Pérez Tuxamee (León, Guanajuato, 1996), quien presentó que no estoy aquí (Enclaustramiento puritano) y Mandorla Guanalupana (¿Utopía de la dignidad?), un barroco y politizado conjunto fotográfico/escultórico que pone en tensión su identidad queer con la tradición religiosa que parte del llamado “Día de los inditos”, celebrado el 12 de enero, para desplazar hacia un problema de identidad sexual, social y del mundo del arte la religiosa costumbre de vestir a las infancias de Juan Diego y la Virgen en sets fotográficos callejeros.

Aún cuando la estética popular/vernácula da la impresión de que Tuxamee se interesa por un imaginario superficial/escenográfico/accesorio, el fondo del proyecto trasciende la temática y materialidad de la obra, para trasladarse a un debate actual y urgente como la inseguridad y la intolerancia que sigue exacerbándose en el país.

Dentro del campo artístico, trastocar imágenes religiosas podría tomarse como un gesto menor, sin embargo, en estados conservadores como Guanajuato (y prácticamente todo el bajío), la operación es en todos los sentidos un acto severo, que socialmente se sanciona de forma contundente y radical. El artista cuenta que por alterar la imagen de la virgen ha recibido amenazas en su entorno local. Recordemos que León, Guanajuato, es una ciudad de un conservadurismo militante y expresar una disidencia sexual, a partir de referencias religiosas, se vuelve una operación peligrosa luego de que el trabajo de Tuxamee ha adquirido visibilidad y presencia en los medios de comunicación.

Esta problemática tan compleja y evidente en la obra de Tuxamee no está en los textos. La ausencia de una reflexión política de las obras es algo que llama la atención en las cédulas y el guion que las acompañan. En su desarrollo textual no hay problemas sociales, no hay violencia en el país (véase por ejemplo las cédulas de Miguel Fernández de Castro y Miriam Salado), no hay debate crítico, no hay política. Todo se cubre por el manto de una poética que lo neutraliza todo.

Un fenómeno similar ocurre con la obra de Magali Lara, Leteo, en el Museo del Pueblo de Guanajuato, que despliega un frágil y puntual recorrido visual a partir del olvido, que literalmente ocupa toda la sala en una operación que se aleja de los seguros trazos que ofrece el marco, para operar más en la lógica de una mancha mortuoria que invade cual humedad los muros, pero también el suelo, para seguir mutando al exponerse al tránsito del público, que fácilmente puede borrar parte de la obra.  

Quienes conocemos el trabajo de Lara, vemos fácilmente que Leteo tiene de fondo un comentario político que no se acota, como sí lo hace la curaduría, a la referencia griega o a la cita del poema Migraciones, de Gloria Gervitz, porque lo que la artista hace con sus trazos es (d)escribir un fenómeno actual, que no termina en las fronteras del mundo del arte ni de la poética. Como ella misma lo explica: “El olvido, la memoria y la muerte es lo que marca a esta pieza titulada Leteo, en un momento en que la situación de violencia, la desaparición y hasta del cambio climático ya no es algo que está fuera de nosotros, sino que lo tenemos incorporado en el cuerpo. Esta manera de recuperar este mito griego es una forma de recordarnos que pertenecemos al mundo y que podemos hacer un duelo juntos” (Excélsior 24/05/2024).

Hay que decirlo también, en el Museo del Pueblo de Guanajuato, Lara protagoniza junto con Lucía Vidales uno de los diálogos más eficientes dentro de la bienal. Ambas artistas ocupan el cubo blanco para excederlo, para desbordar la noción y materialidad de la pintura, para obligar al público a rodear las obras, a verlas desde la perspectiva que impone el movimiento del espectador. Ambas pintoras presentan un cuerpo de trabajo que no resulta fácil de asimilar a primera vista. Sus trazos se abren conforme el espectador transita el espacio. El tiempo opera en relación con el cuerpo. Si bien el trabajo es de gran formato, las dos artistas tienen siempre presente la escala que da la dimensión humana.

Vidales, con su serie de pinturas y cerámicas La piel de la noche, juega con la deformación del cuerpo, con la aparición de monstruos que surgen como espectros con personajes que se mueven a partir de la falta de proporción en sus extremidades. Sus figuras reposan plácidamente al tiempo que dan la sensación de estar levitando. Todo es cambio y es justo en su movimiento donde conecta con la obra de Lara. Ambas artistas se hablan con sus trazos, con su fragmentación, pero también a través de su paleta de tonos pastel.

Leteo, de Magali Lara.

Vista de la serie La piel de la noche, de Lucía Vidales.

Era deseable que alguno de los curadores o artistas hubiera tenido un diálogo así de franco con la colección del Museo del Pueblo de Guanajuato, que olímpicamente fue ignorada, aún cuando posee una de las joyas del arte mexicano, la colección de retratos de Hermenegildo Bustos. Si bien incluye una réplica de su autorretrato de 1891 (el original está en el Museo Nacional de Arte, una lástima del centralismo, porque es un verdadero arquetipo de la pintura mexicana decimonónica), su acervo es sobresaliente y tiene ejemplos como Doña Nepomucena Gutiérrez de Valdivia (1853), cuya ausente y a la vez penetrante mirada ofrece uno de los retratos más eficientes de la pintura psicológica de la época. Al mismo tiempo, la sobriedad y veracidad de la obra, así como la puntual representación de la indumentaria y joyería, permiten plasmar con detalle los usos y costumbres de la sociedad del bajío durante el siglo XIX. Si bien la bienal tenía como ejes la identidad, la memoria y el cuerpo, Bustos les tenía la mesa puesta y nadie acudió a su encuentro.

Quien sí se interesó por un pasaje de la historia del bajío y concretamente de la pintura de la región fue Néstor Jiménez. En el Museo Regional de Guanajuato, el pintor se dio a la difícil tarea de reinterpretar una pieza anónima del siglo XVII, La muerte arquera y la alegría de vivir, como ejemplo de la representación novohispana de la muerte, para compararla con el Totentanz, o danza macabra, un tema alegórico tardo-medieval de la Europa occidental.

La muerte vista desde ambos lados del Atlántico metió a Jiménez en un viaje histórico para dar su propio punto de vista de ambas tradiciones. Para empezar, no intentó copiar la pintura del siglo XVIII, en todo caso, retomó su temática y elementos característicos para deformarlos y reorganizarlos en una nueva versión de la pintura, que de acuerdo con diversas interpretaciones representa un umbral entre la vida y la muerte, ya que literalmente tiene como soporte una puerta. Así lo comprueba el agujero de la manija y la huella de las bisagras, además de que está pintada por ambos lados.

La muerte arquera… del siglo XVIII busca una representación realista de un esqueleto coronado que en su extremo izquierdo toma una guadaña y en el derecho un arco con dos flechas. En la parte inferior se suman dos escenas de la buena y mala muerte y en el lado opuesto imágenes de oficios y escenas costumbristas.

En la versión de Jiménez el esqueleto pierde cualquier proporción, sus huesos carecen de rigidez y en todo caso se expanden como volúmenes amorfos que recuerdan un cuerpo humano, pero no su constitución. Movimiento sería el mayor atributo que describe esta nueva versión de La muerte arquera… Un movimiento que no desplaza, sino que modifica sus formas, las convierte en carne viva. Lo mismo ocurre con los tableros de la parte posterior, donde se sugieren imágenes costumbristas, pero la temática se diluye ante los cuerpos que son todo carne. La ordeña, la caza, la trasquila o el paseo idílico mutan hasta volverse una deforme masa color carne.

Esta transformación adquiere tridimensionalidad con su Totentanz, un divertimento de escala humana que el visitante puede manipular para bailar con la muerte. Mediante recortes de madera crea un grupo de figuras articuladas que le dan un toque vernáculo a la obra, ya que retoma la estética de los juguetes articulados tradicionales. El juego como antídoto a la tragedia mortuoria. Quiero pensar, aunque no lo vi, que el manipular esas formas permite al visitante trascender la rutinaria experiencia de visitar un museo.

La muerte arquera y la alegría de vivir, de Néstor Jiménez.

Doña Nepomucena Gutiérrez de Valdivia, de Hermenegildo Bustos.

30 (y dos) años de la bienal

En León, el Museo de Arte e Historia de Guanajuato se volvió la sede oficial de la 15 Bienal FEMSA. Las comisiones más museables, valga la expresión, se congregaron dentro de un recinto privilegiado en cuanto a sus instalaciones. Las dimensiones de sus salas son envidiables en relación con la mayoría de los museos del país, incluidos muchos de la Ciudad de México, por lo que también exhibe 30 años en el mundo del arte. Una revisión de la Bienal FEMSA, curada por Daniel Garza, que conmemora las tres décadas de la Primera Bienal Monterrey.

Si bien la muestra histórica merece un texto individual, no se puede dejar de mencionar lo vigente que resulta la selección, aun cuando la mayoría de sus formatos son tradicionales. En este relato circular que casi siempre termina siendo la historia del arte, las obras de la colección histórica, en su mayoría pintura y escultura (sólo encontré dos videos), se vuelven un termómetro eficaz para revisar la producción artística actual, sobre todo la emergente.

En una época en la que los artistas de 20 y 30 años han apostado mayormente por crear obras de pequeño y mediano formato, que facilite su circulación en el mercado del arte, revisar una colección institucional que reunió sobre todo pintura y escultura con estas dimensiones (o eso es lo que vio el curador) se vuelve un encuentro privilegiado para valorar las cualidades y/o aportaciones que pudiera tener la producción artística actual.

Resumiendo peligrosamente el argumento, la colección FEMSA, que hace un par de lustros se consideró conservadora, es hoy uno de los acervos más vigentes para entender la práctica artística emergente. Son innumerables los puentes que hay entre sus obras y los artistas que nacieron el mismo año o después de que arrancó la Primer Bienal Monterrey, en 1992 (no encontré la razón de por qué se retrasó dos años el aniversario). La pregunta interesante hoy es qué entienden los artistas jóvenes por conservador o por vanguardia. La respuesta tal vez sea que esos conceptos, tan presentes en los llamados artistas de los noventa, actualmente están abiertamente en desuso.

Vista de 30 años en el mundo del arte. Una revisión de la Bienal FEMSA.

Arte e Historia

Como ya se mencionó, por descarte, me interesaron las comisiones que realizó la 15 Bienal FEMSA que lograron crear un vínculo tangible y/o sensible (no sólo poético) con la cultura, contexto y/o arte del bajío. La operación de Josué Mejía en este sentido es eficiente al reconfigurar/apropiar parte del imaginario creado por el guanajuatense José Chávez Morado en una instalación que (re)vive detalles de uno de sus cuadros más icónicos, México negro (1942).

Es importante recordar que Mejía forma parte de esa novel generación de artistas que plantean un desarrollo visual y plástico a partir de la interpretación/malinterpretación de relatos vinculados al arte moderno. Su trabajo que toma elementos de la obra de Diego Rivera o José Clemente Orozco le ha permitido rápidamente insertarse en el campo artístico con una producción que parte de la pintura/caricatura al fresco, pero que cada vez más se desplaza hacia un problema escultórico y cinético, con arriesgadas instalaciones mecánicas que en ocasiones corren el peligro de funcionar sólo el día de la inauguración.

En Presagios en vuelo sobre pisos de madera, Mejía no intenta interpretar la temática propuesta por Chávez Morado, todo lo contrario, deja en pausa las posibles lecturas que se le puedan dar a esa procesión de hombres y mujeres indígenas con pendones y varas que cargan un monumental esqueleto de res. Su instalación se inspira en elementos aparentemente accesorios de la pintura, como son las aves cuyas alas sugieren hojas de papel periódico, que vuelan cuales buitres coronando la escena.

Es esta imagen la que da cuerpo a la obra de Mejía, un grupo de aves mecánicas que vuelan ancladas a tarimas de carga que son entrelazados por una escultura tubular que simula oleoductos de petróleo. Para comprender mejor la obra vale la pena poner atención a un elemento secundario, una antigua máquina checadora que proyecta un breve cortometraje animado en el cual Mejía especula que fue el petróleo el que dio muerte al gigantesco esqueleto de res pintado por Chávez Morado.

Es en esta conexión donde el artista logra apropiarse de la obra del muralista mexicano, pues toma su iconografía para integrarlo a su extendido relato de cómo el arte y las materias primas lograron potencializar el arte moderno mexicano a escala global. Sintetizando el argumento, para Mejía el petróleo se vuelve el fiel de la balanza que permitió a México obtener visibilidad mundial, por ello una vez más lo machimbra con el muralismo mexicano, el movimiento más internacional creado en el siglo XX mexicano.

También hay que destacar el proceso de integración en el Museo de Arte e Historia de Guanajuato que logró la artista Cosa Rapozo al invocar directamente a la vocación del museo. Como nadie más, la artista guanajuatense que actualmente radica en la Ciudad de México leyó de forma muy puntual que la 15 Bienal FEMSA había aterrizado en un museo de arte y, más importante, de historia. Y es justo en el museo de historia en el que Cosa Rapozo nadó como pez en el agua. Su obra parte de las imitaciones museográficas, aún vigentes en este tipo de recintos, en los que la recreación de la actividad cultural, natural o social es exhibida mediante escenografías que pocas veces logran representar el fenómeno en cuestión.

Wildlife Insights (Avistamiento del encuentro salvaje) funciona a partir de la idea de simulacro. Cosa Rapozo presenta un toro mecánico cubierto con pieles sintéticas y elementos decorativos que se han vuelto representativos en su exploración visual. La máquina inactiva se exhibe en un ciclorama con luces multicolor, acentuando toda la escena como algo artificial. No obstante, hay un impulso primigenio, me consta, que invita al espectador a transigir la normativa y subirse al ciclorama para domar a la máquina que refulge cual golosina. Con una economía de medios, la artista convoca el deseo del espectador a través de la representación de la representación, en el sentido de que no se ve el toro o la bravura del animal, sino su escenificación mecánica. Para reafirmar esta condición, la obra se acompaña de un video en el que la artista monta al toro mecánico y se relaciona con la cosa (incluso lo acaricia) como si estuviera domando un toro real.

Ese encuentro entre representación y deseo es lo que vuelve ejemplar la obra de Cosa Rapozo. Nos reconoce como sociedad en la que los cuerpos ya no necesita de una relación directa con la naturaleza, sino que es suficiente, como en cualquier museo de historia, con enfrentarnos a su representación.

Presagios en vuelo sobre pisos de madera, de Josué Mejía.

Y vas cobrando forma en el hogar que habito, de Galia Eibenschutz.

El caso de Galia Eibenschutz también demuestra cómo el arte se carga de sentido cuando logra entender e involucrar al sitio específico en el cual se desarrolla. La artista insiste en agotar todas las cualidades del dibujo como una extensión de su persona, donde se puede pensar que el cuerpo se vuelve un instrumento para hablar del dibujo o, viceversa, cómo el dibujo es sólo el residuo tangible de la acción performática.

Y vas cobrando forma en el hogar que habito suma otro nivel a la discusión, pues básicamente lo que propone la artista es convertir el dibujo en un elemento que literalmente dirige una pieza sonora. El dibujo como director musical es un paso casi natural, pensando en las cualidades plásticas de cualquier partitura, pero el giro crucial de Eibenschutz es que no hay previamente obra, ni siquiera una melodía, sino que la fuente primaria fueron los trazos que se hicieron en un taller que realizó la artista con cantantes del coro juvenil de la Fundación León. Las voces y los ruidos que se escuchan en la sala se sincronizan en repeticiones que son traducidas en una partitura, o para decirlo rápido, son la banda sonora de los dibujos de colores que el visitante ve en la sala.

El trabajo de Eibenschutz confirma que vale la pena insistir en una disciplina (pensemos lo mismo en el dibujo o en el performance) aun cuando el mercado y el deterioro de las instituciones públicas siguen ahorcando a este tipo de prácticas, ya sea porque no se venden con facilidad, ya sea porque su ejecución requiere de un acompañamiento material serio, ya sea porque el resultado final es efímero.

La práctica performática y de taller que define el trabajo de la artista se valora con solvencia cuando su práctica impone una integración horizontal con un heterogéneo grupo de colaboradores locales que se ven representados material y simbólicamente con la obra. Aquí no aplica la lógica de que el arte representa la realidad. Aquí la realidad local interviene la obra al tiempo que la constituye.

El día de la inauguración se anunció un performance cinematográfico en el Museo Casa Diego Rivera, a cargo de Azucena Lozano y Elena Pardo, pero lo que todos terminamos viendo fue una proyección de cine que, en el mejor de los casos, recordaba el imaginario new age de finales del siglo pasado. La proyección de Nanacatepec se supone que ofrecía una experiencia única al ver en pantalla la intervención in situ que hacían las artistas con materiales fílmicos análogos en 16 mm, 8 mm, e imágenes precine, con una pista sonora de música electroacústica. Es un hecho que las artistas jugaron todo el tiempo con los proyectores y la película, pero fue una acción cuyo resultado no mostraba en pantalla ninguna novedad en relación con lo que actualmente ofrecen los formatos digitales.

Si hablamos de performance un factor relevante es la interacción del cuerpo del artista y del espectador en relación con la obra. En este caso, como las artistas estaban en una tarima al fondo del patio interior del Museo Casa Diego Rivera, la experiencia sensible del público estaba ajena a la acción de las artistas. Si se hacía el esfuerzo de voltear a ver qué estaban haciendo se perdía la atención de la imagen proyectada. Presumo que este problema se hubiera resuelto si se invertía la distribución, colocando a las artistas al frente y al público al fondo, permitiendo así captar de una sola mirada tanto el “performance” como la proyección. De esta manera, tal vez las imágenes, independientemente del medio análogo, hubieran cobrado más sentido, ya que resultaban predecibles desde el inicio de la proyección.

Proyección de Nanacatepec.

Performance de Azucena Lozano y Elena Pardo, detrás del público.

Cierro con el proyecto de Daniel Aguilar Ruvalcaba, quien tiene el doble propósito de vincularse con una comunidad muy específica dentro de la ciudad de León, al tiempo que ofrece un comentario crítico, demasiado sutil, sobre el impacto económico y social que tiene la expansión de tiendas Oxxo (entiéndase FEMSA) en detrimento del comercio locales representado en este caso por el Mercado Echeveste, donde trabaja la familia del artista.

Bajo el título Echevefest, el proyecto se presenta en las Salas de Exposición del Teatro María Grever de León, aunque en realidad todo ocurre en el Mercado Echeveste, donde el artista realiza una serie de actividades para promocionar el espacio que enfrenta problemas económicos. Entre ellas, una fiesta que recuperará personajes e historias del sitio, así como talleres y entrevistas que permitan aportar más elementos al festejo.

Junto a un mural fotográfico de personajes del mercado, algunas de las entrevistas se transcriben en la sala. Por ejemplo, Juan dice que “es un mercado chico y nos falta difusión (...) Sí, hay mucha competencia y hay muchos OXXO y Walmart, pero los mercados no se acaban. Cubrimos una necesidad que no están cubriendo grandes tiendas o cadenas de autoservicio. Manejamos tipos de productos distintos y tenemos mejor trato.”

Algo que resultó muy llamativo fue que para llegar al Teatro María Grever era necesario pasar por un inmenso tianguis que literalmente toma la calle y, por lo tanto, la entrada al espacio de exposición. El bombardeo visual y de aromas que impone un mercado en la calle de alguna forma me hizo evidente que llevar la experiencia del mercado al cubo blanco era una ecuación que necesariamente neutralizaba cualquier experiencia sensible.

Ahora bien, en teoría, toda la instalación de Aguilar Ruvalcaba busca que la gente acuda al festejo en el Mercado Echeveste, al norte de la ciudad de León, el próximo 17 de agosto, pero la realidad es que la invitación queda obnubilada por un mal diseño museográfico, que sugiere al espectador que tanto el letrero, como la información y las imágenes corresponden a un festejo que ya ocurrió. El cubo blanco vuelve a la acción festiva un simple registro y no existe ningún acompañamiento curatorial que ayude a sortear este problema.

La crítica implícita de la obra se diluye, la oportunidad de vincular al mundo del arte con una fiesta de barrio en un mercado se pierde y el montaje no logra ir más allá de una exposición de archivo, a pesar de que ese no fue el objetivo del artista.

Echevefest, de Daniel Aguilar Ruvalcaba.

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