Francisco Toledo: el activismo como arte

POR EDGAR ALEJANDRO HERNÁNDEZ

La muerte de Francisco Toledo me lleva a un recuerdo de 2005, cuando el artista encabezaba en Oaxaca una protesta contra la venta de terrenos del Parque Nacional Huatulco y el Ex Convento de Santa Catarina de Sena, que albergaba al hotel Camino Real. Ahora que veo las fotos de aquel día, recuerdo lo consciente que era Toledo al momento de usar su presencia y su propia imagen como artillería para lograr el mayor impacto posible en los medios y presionar al entonces gobernador Ulises Ruiz.

 

Con una agilidad envidiable, el artista logró treparse a una barda y coronar un espectacular que había instalado el Patronato Pro Defensa del Patrimonio Cultural y Natural del Estado de Oaxaca (Pro-Oax), con la finalidad de que todos los periodistas convocados lo retrataran junto a la manta que exigía la restitución, como patrimonio nacional, del parque y el ex convento.

 

En aquella protesta también participó el escritor Leonardo da Jandra y otros activistas, hubo algunos discursos, no recuerdo que Toledo hablara, pero su participación era el aglutinador que necesitaba la manifestación.

 

No satisfecho con encabezar la protesta, ese mismo día el artista visitó a funcionarios del Estado para entregar personalmente el escrito que enumeraba las demandas de la asociación civil Pro-Oax. De nueva cuenta, su sola presencia abrió, cual Moisés, las puertas gubernamentales para que toda la comitiva (periodistas incluidos) fuera recibida por un alto funcionario estatal que, afirmó, representaba al mismísimo gobernador Ulises Ruiz Ortiz, a quien en Oaxaca todos llamaban URO.

 

En aquellos días, Toledo también era la cabeza visible del movimiento ciudadano que había protestado por la tala de árboles y la destrucción del zócalo de Oaxaca, a causa de un cuestionado proceso de remodelación que URO había ordenado en flagrante violación a los estándares internacionales de conservación de espacios con declaratoria patrimonial, sin mencionar que en las obras participaba el hermano del gobernador, Víctor Hugo Ruiz Ortiz.

 

La destrucción del zócalo oaxaqueño era lo que me había llevado a Oaxaca para realizar la cobertura periodística, lo cual me dio el picaporte casi diario a Toledo y a las numerosas acciones que encabezaba.

 

Uno de aquellos días en que hablábamos de estos temas, y luego de que me presentara a gente de la comunidad para que se difundiera alguna otra demanda contra el gobierno, Toledo se sentó en el patio del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO) y empezó a hojear un periódico que le había llevado. Con un gesto de cansancio me dijo: “La gente me pide tantas cosas que luego ya ni tiempo tengo de leerlos a ustedes”.

De forma natural se me ocurrió preguntarle:“¿A qué hora dibujas o pintas?” 

Con expresión de enfado cerró el periódico, se levantó de la mesa y señaló un altero de oficios y papeles para luego decirme:

“¡Ya no pinto! Crees que con todo esto voy a tener tiempo de trabajar, ya no hago nada. Me la paso viendo gente, que si les robaron las tierras, que si le mataron al marido. Todos los días alguien me viene a ver y no puedo hacer otra cosa”.

 

Por la naturaleza informal de la conversación, no tuve oportunidad de grabar nada, pero son de esas cosas que impactan a tal grado que nunca se olvidan. De todos los días que estuve en Oaxaca y de las cotidianas conversaciones que tuvimos en el IAGO, las palabras que aquella tarde escuché de Toledo fueron un quiebre en la percepción que tenía del artista, ya que me permitió dar peso y gravedad a su verdadera vocación, que no está en crear obras para vender o exponer en un museo, sino en un legítimo interés por usar su propia fama y prestigio para ayudar literalmente a todo aquel que se lo pida.

 

Y aquí es importante aclarar que Toledo nunca tuvo una vocación redentora o adoctrinadora, creo que cualquier persona que lo haya conocido puede confirmarlo, porque si bien apoyaba sistemáticamente a todo tipo de causas, también es verdad que se relacionaba con estratos sociales muy diversos y eso tenía el efecto de que su trabajo político y social se expandía horizontalmente hasta prácticamente disolverse.

 

Esta característica tuvo la virtud, entre otras muchas, de que todos aquellos espacios culturales que fundó en Oaxaca adquiriera una vida propia.

 

Ahora que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha impulsado nuevamente la figura del artista oficial con Gabriel Orozco, es necesario recordar que Toledo no usó a las instituciones que creaba para impulsar su carrera artística, ni permitió que los diferentes gobiernos o partidos lo acogiera dentro de su proyecto político.

 

Desde la Casa de Cultura de Juchitán, fundada en 1972, hasta el IAGO, el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, la Fonoteca Eduardo Mata o el Centro de las Artes San Agustín (CaSa), todos estos recintos lograron una vida propia, aún cuando mantuvieron, en casi todos los casos, el cobijo del artista.

 

Es sabido que, por temas políticos, Toledo no volvió a Juchitán, lo que evidentemente provocó una insalvable distancia con la Casa de Cultura que fundó con su entonces pareja, la poeta Elisa Ramírez. Pero uno de los desprendimientos más claros ocurrió en 2015 cuando donó al Instituto Nacional de Bellas Artes una colección de 125 mil objetos y los dos inmuebles que componen el IAGO, Alcalá y Juárez, así como la biblioteca de arte, videos y archivos sonoros.

 

Subrayar esto se vuelve relevante porque problematiza uno de los clichés que también acompañaron al pintor. La idea de que fue un cacique cultural en Oaxaca. No cabe duda que Toledo fue, hasta el día de su muerte, el personaje con mayor peso real dentro de la comunidad artística oaxaqueña, además de que las instituciones que creó o que apoyó definen hoy la dinámica y riqueza de la cultura en el Estado.

 

Pero con todo ese poder e influencia, no hay referencias que demuestren que lo haya usado para su propio beneficio. Todo lo contrario, patrimonialmente gran parte de sus ingresos como artista terminaron sosteniendo dichas instituciones que, además, nunca fueron de su propiedad.

 

Toledo demostró siempre que sus intereses como activista político lo trascendían en todo momento. Y me refiero no sólo a que lucho contra el maíz transgénico y contra la instalación de un McDonald’s en el zócalo de Oaxaca (con una ingeniosa tamaliza que literalmente le dio la vuelta al mundo), sino a que tenía claro que sus acciones se volverían con el tiempo símbolos dignos de ser replicados.

 

Éticamente lo que se destaca es que este activismo político y social lo realizó de forma muy consciente. En el documental El informe Toledo (2009), el artista narra una breve charla que tuvo con Rufino Tamayo, cuando éste, en su madurez creativa, le recomienda a Toledo que deje de meterse en problemas y que se dedique a su obra, porque “es un pintor y no un político”.

Aun cuando el artista no tiene una respuesta de por qué no escuchó el consejo de Tamayo, en su aparente duda asoma la certeza de que no hubiera podido volverse sólo un artista dedicado a dibujar o pintar. “Algo lo llama”, dice, a hacer otras cosas.

 

Qué es ese “algo”, no lo podemos saber con certeza, pero su lucha para proteger los bosques, el agua, las comunidades, el centro histórico, el maíz y la tierra, se suma a una postura crítica que siempre tuvo y que en muchos casos tuvo consecuencias. En el mismo documental, Toledo narra la ocasión en la que su casa fue amedrentada a balazos en los años de enfrentamiento entre el gobierno de URO y la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO).

 

Zoología personal

Políticamente Toledo fue consecuente con su práctica como activista social, pero también, y sobre todo, como artista. Su práctica nunca pudo encasillarse en los modelos exóticos a los cuales siempre se le quiso imponer. Técnica e intelectualmente el artista sintetizó una tradición plástica al más puro estilo europeo. En un cruce que lo separa de sus contemporáneos, Toledo mantuvo una iconografía local para desarrollar una narrativa universal. Sus temas eran los del mundo pero sus imágenes venían del itsmo. Esta permanente tensión exotista que juega con los polos del nacionalismo y el universalismo es algo en lo que Toledo logró desde muy temprano darle la vuelta.

 

Para quienes apreciamos en su obra temprana más la obra fotográfica que pictórica, no se puede escatimar el hecho de que su autoexploración con el autorretrato y la sexualidad a flor de piel fueron elementos que no sólo marcaron el resto de su producción artística, sino que además fue lo que le abrió la puerta en Europa, donde su obra obtuvo una buena acogida, gracias a las conexiones que logró hacer de la mano de la pintora Bona Tibertelli.

 

Si a esto sumamos el uso de elementos mitológicos, mezclados con temas indígenas y una zoología personal, se puede rastrear cuáles fueron los elementos que fueron marcando el rápido despegue de Toledo a mediados del siglo XX. En México, su trabajo se insertó en un naciente mercado del arte, gracias al galerista Antonio Souza, quien no dudo en vender a contracorriente de la tendencia que empezaba a dominar la llamada Ruptura.

 

Luego de una estancia larga en Europa en la década de los 60, Toledo vuelve a Juchitán, Oaxaca, donde continúa su asenso artístico y como activista. Gracias a una proyección internacional que lo llevó a tener una gran retrospectiva en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en 2000, y con una permanente y pujante presencia en el mercado de subasta, Toledo logró acumular el suficiente reconocimiento y recursos para impulsar exitosamente iniciativas culturales que en apariencia sólo el Estado o la iniciativa privada podían lograr. Es en este punto donde su legado se antoja más rotundo, ya que, como se ha dicho, su producción como artista pasó a un segundo nivel desde hace un par de décadas.

 

Si bien la obra que produjo Toledo en los últimos años no tenía el poder de seducción que provocaba su trabajo temprano con su sexualidad desbordada, lo que nadie puede escatimar es que hasta el último momento fue una voz de autoridad que se hacía escuchar para exigir cosas tan disímbolas como que si el gobierno reducía las becas a cultura, los políticos tendrían que recortar también su sueldo; o que se hicieran públicas las 33 obras que comisionó el ex presidente Carlos Salinas de Gortari para Los Pinos.

 

La muerte de Toledo deja un hueco que difícilmente podrá llenar otro artista en Oaxaca y en el país. Su legado es innegable, pero parece que no hay quien pueda recibir su estafeta. Igual que ocurrió con la muerte de Octavio Paz en 1998 (hasta hoy no ha aparecido otro escritor que pueda llenar sus zapatos), la desaparición física de Toledo cierra una época y una escuela que, tal vez, nunca tenga un estudiante distinguido.

 

Como ocurre con los homenajes y reconocimientos póstumos, el interés por la obra de Toledo crecerá sustancialmente en el corto plazo. Ojalá esto dé pie para que el estudio de su producción se concentre más a fondo en su obra artística. Sería un gesto de recíproca generosidad hacia un actor cultural y político que siempre buscó mejorar la sociedad en la que vivió.

Texto publicado el 8 de septiembre de 2019 en el suplemento Confabulario del periódico El Universal.