Sylvia Pandolfi, toda o casi toda

Por Ricardo Pohlenz 

Escribir sobre arte es traducir, uno ve y experimenta, mira –en los términos específicos en los que buscamos separar ver y mirar– asomándonos como Alicia, al hoyo que es una rendija que es un aparador, a las posibilidades de un tendido, al escenario que se abre en capas –en tanto recorrido o paseo– a lo largo de muros y vitrinas, mesas y demás. Se nos advierte que si no estamos al pendiente del pasado corremos el riesgo de repetirlo, vivimos en un momento en el que todo se ha vuelto documento, todo se almacena, en los términos de un posteridad postergada en la multiplicidad de sus momentos presentes, invocada, si se quiere, para resucitar tiempos idos invocándolos a través de archivos o creándolos, todavía, atenidos a los recuerdos, a lo que puedan traer a colación aquellos que participaron en ese momento en específico, ese transcurso vivencial de experiencias que se pierden, al igual que las lágrimas de Rutger Hauer, en la lluvia. Me refiero, en este momento particular, al golpe imaginal que me trae a cuento la exposición de Joseph Beuys traída a México al Museo Carillo Gil durante la dirección de Sylvia Pandolfi y que significó –aunque no pudiéramos preverlo en ese momento– una transformación profunda en lo que se buscaba, lo que se quería y lo que alcanzaría un lugar –aunque transitorio– en las salas presentes y por venir del circuito de museos y galerías de la Ciudad de México.

No busco, por supuesto, en aras de relevancias mediáticas, declararlo un momento sin precedentes –aunque lo fuera, de algún modo– dentro de una escena local que iba abriéndose al mundo en pos de una actualidad que no existía, al menos todavía como la actualidad es vivida ahora, tan clara como evanescente, tan inmediata como fugaz. Todos los que estuvimos esa noche de febrero de 1992 podíamos sentir, entre lo multitudinario y lo exhibido, un tránsito hacia una modernidad postergada, algo a lo que ya no podíamos llamarle modernidad, algo que no nos dieron los picassos de Picasso –guardadas las distancias– y que ha sabido caber en el saco sin fondo de lo contemporáneo, que nos ha venido a determinar, al menos, en estos términos, como lugares en el tiempo. Es desde este acontecimiento que me remito a la exposición en homenaje, curada por Lorena Botello, jefa del Centro de Documentación del Museo Carillo Gil, a la que fue su directora, Sylvia Pandolfi, entre 1984 y 1997. Dado que, en tanto hijos de lo contemporáneo, vivimos en el eterno fluir de su actualidad, sin detenernos mucho a mirar atrás y, sin caer en la cuenta de todo lo que sucedió, a manera de gestión, visión, discurso y coyuntura para situar el momento presente de personas e instituciones que, en el relato novelado que constituye el pasado, nos permite –por ejemplo– ser testigos de esto que me resulta –en términos personales– un dispositivo borgeano de lugares y momentos.

Un número de monitores repartidos a lo largo de la sala nos comparte los testimonios de Sylvia Pandolfi y sus colaboradores, entre los que destacan Conrado Tostado, Cuauhtémoc Medina, Flavio González Mello, Edgardo Ganado Kim, Jorge Reynoso Pohlenz y Álvaro Vázquez Mantecón. Unos y otros, que participaron durante su gestión en diversos cargos curatoriales y administrativos, sirvieron de parangón y caldo de cultivo para una escena que se perfilaba marginal –en ese momento– y que, a partir de otros catalizadores –en un cuento de asumidos, prebendas, ramificaciones e imagen pública– irían constituyendo un criterio institucional que vive –al igual que todo lo demás– transformaciones cotidianas.

Cabe destacar, por ejemplo –en esos términos– la labor realizada por Álvaro Vásquez Mantecón, quien estuvo a cargo de la producción de los videocatálogos de diversas exposiciones en formato VHS –una de Felipe Ehrenberg, por ejemplo– buscando compensar los problemas presupuestales y administrativos que enfrentaba el museo para publicar catálogos al buscar medios alternativos para su producción. No cabía prever en ese momento que esa tecnología sería superada no mucho después con el surgimiento del DVD, que igual pronto se vería obsoleta frente a nuevas y más eficientes optimizaciones de los medios digitales. Caer en la cuenta de ello, de su caducidad y obsolescencia, como objetos de uso y referencia que le resultan desconocidos a las nuevas generaciones, tiene una cualidad de reliquia, de objeto fuera del tiempo, para quienes al descubrirlos, los rescatan –más bien– en aras de exploraciones multidisciplinarias. Los dispositivos se traducen, como se traduce el tiempo, para hacerse legible de nueva cuenta, son transferidos –de la misma manera que los valores– a nuevos usos y accesibilidades.

Es desde ahí que puede hacerse la pregunta sobre las lecturas posibles de un acervo o de una gestión. Según se nos explica en sala, la importancia de Sylvia Pandolfi como directora, su labor a lo largo de los catorce años de su gestión, se separa y se distingue como una “doble vocación”, por una parte, al respecto del cuidado y rescate de la colección del museo: fueron traídas las obras en préstamo para hacer un catálogo minucioso, en ese momento, para su exhibición junto al resto del acervo. En este extremo, lucen –flamantes– puestos en un solo muro, los retratos de la época cubista de Diego Rivera, brilla el autorretrato de José Clemente Orozco, acompañando sus paisajes apocalípticos, mano a mano con la vocación futurista de los retablos de David Alfaro Siqueiros, quien invoca por igual temas bíblicos (haciendo gran guignol del funeral de Caín) y atómicos (muy a tono con su personaje). Siqueiros también retrata a Orozco, en los términos en los que cabe –supongo– una conversación. Brilla, como extraño remanente, un retrato de Alvar Carillo Gil en el que anota, en el extremo inferior derecho, como apunte. Conviven también, de ambos artistas, lo que puede describirse como bodegones, sean coles en el caso de Orozco, o calabazas en el caso de Siqueiros, que dialoga en sala con un desnudo, cuya paleta, líneas y composición se nos revelan muy similares. Con mérito propio, y desde otro lugar, hecha de transiciones formales, hacen acto de presencia Gunter Gerzo,  Wolfgang Paalen y el propio Alvar Carillo Gil.

Por otra parte, en paralelo, se exhiben las piezas que fueron adquiriendo el museo durante su gestión, y que nos vienen a ofrecer una arqueología emocional de un momento y sus protagonistas, quienes –al igual que sus colaboradores– no solo han destacado como artistas sino se han convertido en sus referentes inmediatos. Obra de Mónica Mayer (ilustrando violencias y dignificaciones), Boris Viskin (quien hace juegos tipográficos en lienzo invocando una película de Visconti), Carla Rippey (una mujer soldado en grafito sobre papel), Gabriel Macotela (una de sus casas en renta que viene ahora a ser rescatada), Magali Lara (extendiendo sus colores a lo largo de papel doblado), Carlos Aguirre (un retrato armado con guantes de trabajo), Néstor Quiñones (que brilla desde una enigmática cruz), Adolfo Patiño (y una bandera gringa armada con soldaditos de colores), el Grupo Semefo (con una instalación de equinos no natos), y la lista sigue, en lo que sirve, para los nuevos espectadores, un lugar en el tiempo que, para mí, vive una actualidad –todavía– más allá del museo, que acabó por imponerse –de una manera u otra– y que sobrevive para muchos –todavía hoy– como una labor amorosa, de entrega, trabajo y resistencia.    

No quiero dejar de mencionar la inundación que sufrió el museo en septiembre de 1988, que dañó parte del acerco documental, todo lo que llevaría, en 2007 a la adquisición del previo colindante –durante la dirección de Itala Schmelz– para que el Museo pudiera solucionar sus diversas limitaciones logísticas. Eso no deja de ser otro cuento, pero viene a iluminar al respecto de los museos como recintos vivientes en continua transformación.

Trazar una doble vocación: Sylvia Pandolfi en el Carillo Gil. Curaduría de Lorena Botello, Museo de Arte Alvar y Carmen T. Carillo Gil,  del 8 de septiembre al 26 de noviembre de 2023.

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