Fotos: Rubén Garay

Lupercalia indómita

Por Gustavo A. Cruz Cerna 

Con su primera exposición individual en la Ciudad de México, la artista Cosa Rapozo (Guanajuato, 1987) ofrece una serie de exploraciones materiales que desmontan con mucha precisión la idea de lo doméstico. Como su título lo indica, esta operación se echa a andar recurriendo a una serie de categorías que contradicen al resultado de la doma, esto es, lo salvaje, lo bestial y lo silvestre. Es gracias a este juego de oposiciones que Cosa Rapozo elude la repetición de obviedades en las que se ven aprisionadas muchas propuestas contemporáneas que se dejan llevar por la inercia discursiva. En Lupercalia indómita la naturaleza no toma la forma de cubierta de Atalaya. Por el contrario, nos ofrece una malicia que se camufla entre listones, encajes y corazones. 

        Como lo haría cualquier artista contemporánea que conoce su oficio, el punto de partida de Cosa Rapozo es el espacio que alberga su muestra. La sede capitalina de Guadalajara90210 es una casa de clase media ubicada en la colonia Escandón, lo que ofrece de entrada una serie de vestigios arquitectónicos en los que los valores de la familia nuclear, unidad básica de la domesticación capitalista, son contenidos y transmitidos. Así, en la exposición la casa se comporta como tal, pero mostrando su rostro más amenazante.

        La primera habitación de la exhibición funciona, según lo indica el texto curatorial, como una sala-comedor. Destaca el papel tapiz que Cosa Rapozo aplicó en las paredes, un tupido diseño floral que ruge aburguesamiento. En los muros más cercanos a la entrada, vemos piezas que sugieren la función de recibidor: en Las llaves (2023),[1] metal fundido toma la forma de unas garras amenazantes que cuelgan de una argolla; realizados en el mismo material, encontramos un par de ornamentos, un corazón dentado y una mandíbula animal (Los metales me gustan) pensados para engalanar pezones; del lado contrario, un trozo de piel sintética en cuyo pelaje se han dibujado con rasuradora varios corazones es sostenido por dos zarpas de metal, a la manera de una capa o rebozo (Señuelo); en el muro contiguo, dos repisas forradas con el mismo tapiz alojan una dentadura de yeso y colmillos metálicos (Grillz) y un par de guantes vaciados en concreto con motivos en metal en las puntas de los dedos (Uñas largas, casi garras).


[1] Todas las piezas fueron realizadas en 2023, así que en adelante se prescindirá de esta indicación.

En el muro opuesto al acceso de la sala podemos ver tres piezas que sellan la sensación del interior pequeño-burgués de manera definitiva: cuadros en los que la piel sintética interactúa de distintas maneras con el marco y el cristal. Lazar es la más convencional de la triada, destaca un uso del espacio negativo, pues se trata de coletas invertidas señaladas por moños elaborados en metal fundido, que no coronan un exceso de pelaje, sino su falta o reducción como efecto de la rasuradora. Incordio, por el otro lado, ofrece un sugerente efecto de opresión, pues en ella el material se encuentra constreñido al punto de enfrentarse con el vidrio que lo protege; un par de tallos espinosos en metal fundido completan la obra. Por último, en Haircut el juego con el material, que desborda por fin el marco, cede lugar a la técnica, pues es aquí donde el rasurado se muestra más cargado y elaborado, generando motivos que remiten al encaje.

Lo que es evidente a estas alturas es que esta muestra es el resultado de una exploración minuciosa de los materiales, que interactúan a distintos niveles en la solución de cada pieza. El fundido en metal parece funcionar como elemento vertebral, a pesar de que visualmente la piel sintética, su pelaje, termina siendo protagónica. Es verdad que uno puede encontrar frecuentemente este material en exposiciones en la ciudad. La mayoría de las veces, conviviendo con motivos tecnológicos en materiales metálicos o plásticos. Esta se ha vuelto la fórmula para señalar una oposición entre dureza artificial y blandura o fragilidad  natural, en un contexto ciborg y sci-fi: una fijación contemporánea que evidencia que la aspiración de futuro es ya meramente estética, renunciando a todo deseo de cambio estructural. Cosa Rapozo evita esta estrategia, sus materiales “duros” cobran formas orgánicas, con lo que evita otro cliché actual, la inclusión de flora, madera o barro como nostalgia de una interacción entre humanidad y naturaleza idílicamente rupestre. He de señalar que, de estos componentes, resultan un tanto residuales el concreto y el yeso, ya que su presencia termina siendo demasiado modesta y no lo encontramos combinado con la piel en ningún lado.

En la siguiente sala, referida como el cuarto de lavado, el recurso del tapiz se ha abandonado casi por completo, pero encontramos vestigios de su carácter vegetal. Por ejemplo Retrato para la sala-comedor, un pedazo de piel sintética rasurada es sostenido por una garra de metal, en un marco cuya placa trasera está forrada con el mismo papel tapiz de la sala-comedor, u otra porción de piel sintética, de mucho mayor tamaño, a la que le fueron dibujados con rasuradora tallos espinosos (Té de espino). 


Conviene detenernos en este punto y considerar el texto de sala, un escrito lúdico en el que, gracias a la cesura, se evoca la visualidad de la poesía. En él se plasman imágenes de un ser feral, de género femenino, que se rasca la oreja con sus garras, gruñe, aúlla, muerde y cuya identidad queda señalada por una etiqueta en su ropa que dice “cazador”. Este texto funciona como confirmación sutil de un planteamiento que todo el despliegue de la primera sala ya pone sobre la mesa: la muestra se sustenta en una ficción, protagonizada por un ente que habita este hogar. Resulta una agradable sorpresa que baste con el mero esbozo de la fábula, sin esmerarse en ofrecer pormenores que distraigan, para que se activen una serie de oposiciones muy productivas con respecto a las ideas de naturaleza y domesticación, que mencionaré más adelante.

Se empieza con una noción un tanto convencional: la domesticación ejerce violencia sobre lo agreste natural, cuya potencia vital se ve recluida por el interior burgués en la forma de las buenas costumbres, la decencia, la familia, la patria, Dios. Gracias a los motivos en las pieles, es posible tender una identificación entre la naturaleza y lo femenino, y entonces esa bella bestia que el hogar enjaula es la mujer. Aquí podría dejarme llevar por el lugar común, quizás citar a Federici para luego trazar una genealogía foucoltiana de la categoría de lo animal y recordar cómo tiene origen en los albores de la modernidad, apelando al siempre dispuesto Giorgio Agamben; Derrida haría un cameo y podría finalizar con un apunte utópico sobre los parentescos interespecie à la Donna Haraway. Por fortuna, como ya anoté, Lupercalia indómita ofrece un relato en el que es posible encontrar grietas a estos senderos maniqueos tan recorridos recientemente.

Si recordamos el texto de sala, quien habita este espacio es una cazadora pero posee, a su vez, elementos bestiales. Puede tratarse de alguna predadora, que no mata para alimentarse exclusivamente, sino también para construir ornatos con los productos de sus hazañas. Con esto, se le niega una completa pasividad al personaje. No se trata sólo de una víctima del cautiverio patriarcal, sino una agente en él. Ese hogar es habitado y construido por ella (me tomaré la libertad de usar este pronombre), quien tiene una naturaleza violenta que la impulsa al acecho y la muerte. Quedaría la duda, claro está, de qué es lo que caza. Me gusta pensar en una tautología, en donde la cazadora se caza a sí misma, para luego aplicar una suerte de autoembalsamado. Así, en su sala de estar mostraría como un trofeo su propio ser animal, colgado elegantemente de los muros de la domesticación. Y la elección del papel tapiz tendría el mayor de los sentidos, pues el diseño floral acentúa esta identidad femenina.

Hay, sin embargo, una consecuencia imprevista de esta última elección. La preocupación por la crisis climática, y el sentido de deber que ha impulsado a muchos artistas y curadores a recurrir a elaboraciones como el antropoceno (o el capitoloceno o el chthuluceno) por lo general cae en reduccionismos conservacionistas, una perspectiva que es ciega a un hecho incontestable: la irremediable influencia que el género humano tiene ya sobre el planeta. El punto queda claro, curiosamente, si pensamos en el fenómeno de la caza como espectáculo. No la caza de un hombre tras un animal, sino la de depredadores animales. Sin tener que esforzarse demasiado, es posible encontrar en las redes contenido de predadores de la sabana africana procurándose su alimento. La violencia no es poca y es común que uno se pregunte qué hace viendo animales con el vientre abierto y, más aún, cómo es posible que haya tanta gente dispuesta a pagar para presenciar esa demostración de instinto sanguinario en vivo.

Pero lo que encuentro más perverso de toda la situación es la indiferencia con la que los animales cumplen su papel: mueren y matan con un jeep a pocos metros de distancia, siendo fotografiados vorazmente por grupos de turistas víctimas de un apetito visual insaciable. Peor aún, es su avidez ansiosa lo que, muy probablemente, permita la conservación de estos ambientes y ciclos. Sólo gracias a su calidad de entretenimiento para el ser humano es que se activan los mecanismos que impiden que dichos ecosistemas sean eliminados por completo. Es decir, es únicamente como consecuencia de la voluntad humana que hoy es posible que sigan existiendo estas muestras de lo salvaje. De hecho, como se ha demostrado que los ecosistemas “vírgenes” son esenciales para el equilibrio planetario, la comunidad científica ha planteado que la tercera parte de la superficie terrestre debe mantenerse silvestre para que la humanidad pueda sobrevivir como especie. Lograrlo no sería más que el producto de un diseño a escala global de la naturaleza.

Todo lo anterior es algo que los jóvenes hegelianos ya sabían. Debido a su carácter histórico y a su condición genérica (es decir, que sólo puede existir como género, es decir, como grupo, es decir, como sociedad) la humanidad, a través del trabajo, se relaciona con la naturaleza en una dialéctica en la que humaniza lo natural y se naturaliza a sí misma. La sala-comedor de Cosa Rapozo es, gracias al trabajo artístico, una ilustración muy elocuente de tal dialéctica, pues nos ofrece una naturaleza manufacturada, con sus pieles confeccionadas en minuciosas presentaciones a muro y una vegetación que se despliega en patrones. No hay una romantización llana de lo silvestre, ni un lamento por su pérdida. Lo mejor es que esto se logra con preguntas y no con certezas, con lagunas en su relato que, gracias a que entorpecen la elocuencia, ofrecen problemas. Un resultado de este tipo únicamente es posible si se huye del lugar común que acecha a toda producción cultural, y se renuncia al facilismo de ilustrar discursos para, en su lugar, utilizarlos para construir nuestros propios acertijos.