Atrapar la mosca (2015), de Chantal Peñalosa.

PAUSAR LA VELOCIDAD


Por Fabiola Iza


Desde una perspectiva científica, es correcto afirmar que existe una multiplicidad infinita de tiempos. Por ejemplo, si utilizáramos relojes de alta precisión podríamos constatar que el tiempo corre más deprisa en las montañas que al nivel del mar pues, mientras más cercanos estén del centro de la Tierra, todos los procesos acontecen de forma más lenta. Esto se debe a que una masa –como nuestro planeta– ralentiza el tiempo a su alrededor. Aunque los relojes hipotéticos marcaran un tiempo distinto, ninguno sería más real, verdadero ni preciso que el otro. Desde el siglo XVI, con la invención del reloj mecánico en Europa, se ha intentado regular la vida de las personas marcando el ritmo al que deben suceder sus actividades: las iglesias –ubicadas en los centros de los pueblos o ciudades– colocaban relojes en sus torres y ordenaban así la rutina diaria de una comunidad.

      Al dividir y contabilizar el tiempo en unidades –horas, minutos, segundos– surge la ilusión de que éste corre de manera uniforme, sin embargo, el tiempo de la experiencia vivida es un flujo incesante e indivisible. Cada grupo social experimenta el paso del tiempo de una manera distinta, a lo que se le llama temporalidad. La modernidad tuvo un impacto significativo sobre ésta: los trenes acortaron distancias, el telégrafo transmitía mensajes de forma casi inmediata y, al desafiar la sucesión progresiva de los usos horarios, los vuelos en avión generaron dislocaciones espacio-temporales. Con el avance de los desarrollos tecnológicos hasta nuestros días, parecería que vivimos en una época definida por la velocidad –experimentada en la hiperconectividad, la circulación acelerada de bienes y personas, y la transformación de los territorios a un compás vertiginoso– que, visualmente, se ha traducido en una estética espectacular.

      No obstante, al igual que el espacio, el tiempo se construye de forma política y muchas poblaciones han quedado fuera de ese paradigma temporal de la aceleración. Los pobres y los desposeídos, afirma el sociólogo Javier Auyero, viven en un tiempo alienado, sujetos a procesos temporales a través de los cuales se reproduce la subordinación política. Desprovistas de agencia, las poblaciones marginadas –las clases populares, los obreros, los migrantes, las comunidades indígenas, los campesinos– están sujetas a esperar: la llegada del transporte público, atención médica, subsidios estatales, infraestructura básica, defensa legal, permisos de residencia, títulos de propiedad, etcétera. Esta dinámica, una forma de control social, aplica de forma generalizada a todos los grupos vulnerables.

      Sumido en una serie de conflictos económicos, de seguridad y territoriales intrínsecamente relacionados, México no queda exento de este panorama; millones de personas parecerían ser el daño colateral de las violencias estructurales (desempleo, vivir bajo los indicadores de pobreza, los despojos territoriales, la desaparición forzada, el poco o nulo acceso a los servicios de salud) que aquejan al país. ¿Cómo representar el limbo temporal en el que habitan las personas migrantes, familiares y madres buscadoras, víctimas de ecocidios, entre tantos otros? ¿Cómo materializar su desesperación y sus anhelos? En las siguientes líneas ahondaré en tres obras, producidas durante la última década, que han explorado distintas vías para comunicar esta temporalidad lenta y antiespectacular.

La rutina de un tenedor (2013), de Chantal Peñalosa.

En 2011, Chantal Peñalosa comenzó a trabajar como mesera en un restaurante de Tecate, Baja California, su ciudad natal. Más que recibir clientes y atender un flujo agitado de comandas, platillos y solicitudes, su trabajo parecía una labor escénica: interpretar una coreografía que preparara un escenario en el que nada sucedería. Al colocar los platos, cubiertos y servilletas que solo terminarían agregando a su superficie una capa de polvo, o llenar saleros que no se vaciarían, la artista buscaba responder “¿cómo transcurre el tiempo de la espera?, ¿qué pasa cuando aparentemente nada pasa?

      A raíz de la emigración, Tecate se ha convertido en un pueblo fantasma. Quienes permanecen ahí, simplemente, esperan: a que alguien entre a consumir alimentos, a recibir sus remesas, a que quienes se fueron, vuelvan. En su manifiesto de 1969, Care! Maintenance Art (¡Cuidar! Arte de mantenimiento), la artista estadounidense Mierle Laderman Ukeles relaciona la palabra “desarrollo” –que evoca dinamismo y movimiento constante– con “creación individual pura; lo nuevo; cambio; progreso; avance, emoción, huida o escape”. Por el contrario, el mantenimiento es “mantener el polvo fuera de la creación individual; preservar lo nuevo; sostener el cambio; proteger el progreso; defender y prolongar el avance”.  Parecería que quienes esperan –quienes mantienen las cosas en orden (¿o el orden de las cosas?)– están atrapados en una existencia estática, estancada, pausada y desacelerada al servicio de –u oprimidos por– quienes forjan la historia.

      Peñalosa divisó varias acciones discretas, poéticamente subversivas, para llenar esos paréntesis temporales que abarcaban la mayor parte de su jornada laboral, una metáfora de la vida en Tecate. Limpiar de forma obsesiva y precisa frijoles y cubiertos. Sentarse en una silla colocada sobre el techo de una casa y rotar su posición a lo largo del día hasta quedar de frente a una patrulla parada del otro lado de la frontera. De esta búsqueda nace Atrapar la mosca (2015), un video en el que sigue pacientemente al mismo insecto por el paisaje anodino del restaurante. A nivel narrativo, la estructura de la obra es exageradamente austera; carece de clímax o desenlace, replica la situación en la que Peñalosa, como habitante de esa ciudad fronteriza, vive: una anticipación perpetua.

      Javier Auyero comenta que quienes esperan han sido forzados a convertirse en “meros observadores de cosas que suceden más allá de su control”. Al llenar esos espacios “muertos” con acciones que exageran el aparente sinsentido de la espera, Peñalosa parece no conformarse al papel sin agencia que, quienes esperan, deberían desempeñar. Los anhelos y las frustraciones que experimentan son algo, y encontrar los recursos narrativos y formales para hacerlo visible es enunciar no solo su existencia sino reclamar un espacio en el mundo actual. Por ende, su práctica busca resignificar a la espera, calificada recurrentemente como una función pasiva, como “el tiempo que se puede volver habitable”.

Copias del abandono (2016- ), de Sandra Calvo.

Copias del abandono (2016 - en curso) de Sandra Calvo también gira en torno al fenómeno migratorio. El proyecto se enfoca en la arquitectura enlazada por quienes han migrado de Hueyotlipan, un municipio de Tlaxcala, al valle de Jackson Hole, Wyoming, destino vacacional para la élite económica estadounidense. Ahí, los migrantes trabajan en los segundos hogares –o incluso quintos– de las clases altas construyendo, limpiando y manteniendo enormes residencias vacacionales que son habitadas, en promedio, seis semanas al año. En palabras de la artista, el proyecto muestra “las diferencias y similitudes de las maneras de vivir en los dos países, las aspiraciones individuales, las realidades crudas, la forma en que los modelos arquitectónicos se transforman a través de ópticas particulares y a su vez cómo estos modelos transforman las sociedades en las que se insertan”.

      Calvo tipifica las viviendas en tres categorías: la casa habitada, el sitio donde viven como trabajadores en Jackson Hole; la casa modelo, las mansiones donde están empleados; la casa soñada, construida de forma gradual en Tlaxcala a partir del envío de remesas y siguiendo los estilos arquitectónicos de las casas modelo. Copias del abandono visibiliza la lucha por construir una casa propia e indaga en “los lazos de añoranza y arraigo que los migrantes mantienen con sus familias y sus comunidades, aun después de años de vivir en el extranjero”.

      Migrar hacia lo inconstante: los tres tipos arquitectónicos están cruzados por temporalidades distintas. Concebidos como espacios provisorios, los cuartos de moteles y remolques terminan convirtiéndose en el hogar de estos trabajadores durante años. Además de vivir hacinados y cubriendo apenas sus necesidades básicas, los trabajadores habitan estos espacios con la expectativa constante de dejarlos. Aunque anhelan que esto suceda porque su calidad de vivienda mejore, o por reunir pronto el dinero suficiente para volver a Tlaxcala, mantener a sus familias y construir la casa soñada, lo más probable es que sean desalojados por la irregularidad de esos tráilers. Lo único constante son los sueños y la incertidumbre. Mientras tanto, las casas modelo continúan deshabitadas por sus propietarios, pero los trabajadores realizan constantemente acciones como regar los céspedes, mantener los árboles podados, cambiar las sábanas de las habitaciones cada tercer día o cubrir las tuberías para evitar que se congelen (acciones de las que se derivan coreografías similares a aquellas por las que se interesa la práctica de Chantal Peñalosa).

      Por último, la casa soñada parecería existir fuera del tiempo; su construcción puede extenderse durante décadas y la gran mayoría de estas construcciones no logran concluirse y, mucho menos, habitarse. La falta de dinero es un factor común, pero también la suspensión de la obra porque los grupos del crimen organizado detectan un ingreso y amenazan a la familia que continúa en Tlaxcala, o porque los trabajadores jamás logran regresar a México. En consecuencia, las casas soñadas devienen ruina antes de haber cumplido su función; son un punzante recordatorio material de aquel futuro que tal vez no llegará.

      El proyecto ha sido presentado a través de videoinstalaciones (Centro de la Imagen, Ciudad de México, 2018) en las que se proyectan sobre lámina, vidrio y conglomerado de madera las imágenes del abandono: tomas lentas de las distintas casas y cuartos deshabitados, unas por una vida opulenta en la que no se dispone del tiempo para ocupar estas casas más seguido, otras porque no se logra volver al país de origen. En su reciente exhibición en el Centro Cultural de España en México, Copias del abandono incluye tres maquetas a escala de las casas en obra negra en Tlaxcala realizadas por la artista en colaboración con los propietarios de esas construcciones. En la muestra, las maquetas estaban acompañadas por una pista de audio, una presencia espectral y descorporeizada, con las voces de los propietarios de las casas representadas en miniatura, quienes narran el periplo de la construcción y las razones por las que abandonaron el sueño de terminarlas.

      Las esperas pacientes de los colaboradores de Calvo remiten a la raíz etimológica de la palabra: el vocablo latín patiens, sufrir o soportar un proceso o una acción que parte de causa ajena, que es el opuesto de agens, agente o el que actúa. Esto es, el paciente es quien sufre calladamente. “El tiempo, su velo y su manipulación”, nos dice Auyero, “fue y sigue siendo una dimensión simbólica clave en el funcionamiento de este acuerdo aparentemente político”. La violencia estructural del capitalismo avanzado mantiene a los migrantes sobreexplotados, desposeídos y los cansa a través de esperas que duran toda su vida adulta, mermando su capacidad para desafiar al espectacular sistema económico que los oprime. Como unos cascarones de apariencia frágil, lúgubres por su color gris cenizo y apagado, las maquetas materializan los anhelos y la espera, representan lugares vacíos de función pero no de significado.

La Compañía (2018), de Verónica Gerber Bicecci.

Como ya he mencionado, la vulnerabilidad de las personas aumenta según su grado de pobreza. Quienes viven en zonas donde el Estado concede permisos para actividades extractivas como la minería, se hace de la vista gorda y permite el establecimiento de plantas nucleares y sitios de producción donde se utilizan materiales tóxicos, o deja sin sancionar que los cuerpos de agua sean utilizados como vertederos de desechos tóxicos, están expuestos a formas de violencia que pasan desapercibidos por los sentidos y cuyos síntomas comienzan a manifestarse con el paso del tiempo. A este tipo de violencia se le ha nombrado violencia lenta, y aqueja principalmente a las poblaciones con menor representación política.
        De acuerdo con Rob Nixon, la dispersión de la violencia lenta sucede de forma retardada y mediante eventos que no están constreñidos por el tiempo; es difícil marcar un inicio pero aún más un fin. Extendiéndose a lo largo del espacio y el tiempo, la violencia lenta incrementa y crece gradualmente, además de no ser considerada típicamente como violencia. Este concepto está íntimamente ligado con el neoextractivismo, en el que el prefijo “neo”, explica el investigador de la Universidad Autónoma de Zacatecas, Darcy Tetreault, “señala un cierto grado de continuidad con las tendencias históricas que comenzaron con la conquista y la colonización de América Latina y África hace quinientos años. […] La escala y el ritmo de las actividades extractivas han alcanzado niveles sin precedentes desde inicios del siglo XXI, conforme el capital rastrea el planeta a lo largo y ancho en búsqueda de inversiones especulativas y productivas en el contexto de distintas crisis que se superponen: económicas, financieras, alimenticias, ambientales”.
        En La compañía (2018), una fotonovela y crónica polifónica, Verónica Gerber Bicecci se adentra en la historia del pueblo de Nuevo Mercurio, Zacatecas, donde la actividad neoextractiva de la minería, iniciada en el caso de este poblado a mediados del siglo XX, ha afectado de forma aguda pero silenciosa la situación de salud, ambiental, económica, psicológica y social de la comunidad. En su formato museístico, la obra comprende un fotomural cuyo hilo conductor es una reescritura del cuento El huésped, de Amparo Dávila, publicado en 1959, pero acompañado por imágenes en blanco y negro en alto contraste del paisaje actual –desolado y ensombrecido– del pueblo zacatecano.

         Sustituyendo a “el huésped” por “la compañía”, el cuento narra la introducción de esta entidad incierta en la casa y vida de la protagonista –transmitiendo el terror, la angustia, la vulnerabilidad y la sensación de acecho que sufre– y se convierte en una historia de ciencia ficción debido a que Gerber Bicecci la reescribe en tiempo futuro y traslada la voz narrativa a segunda persona. Gracias a esta reescritura, la artista y escritora –o “artista visual que escribe”, como se autodefine Gerber Bicecci– concibe una estrategia que logra superar o circunvalar la crisis de representación que, afirma Nixon, ha sido ocasionada por la violencia lenta.
        En el formato de libro, publicado por Almadía, la fotonovela es seguida por una crónica que le brinda mayor agencia para combatir dicha violencia lenta. A manera de citas, la parte b. de La compañía reúne las voces de los habitantes de Nuevo Mercurio, la comunidad científica zacatecana, fuentes académicas y la voz –que se intuye indiferente– del Estado. Si, a diferencia de otras violencias estructurales, la violencia lenta ha traído consigo la dificultad de crear imágenes o historias que se adecúen a la violencia retardada pero ubicua de sus efectos a largo plazo, ¿cómo podría representarse el silencio normalizado de fuerzas tan poderosas, que subestima los costos humanos y ambientales? ¿Cómo dejar ver la confusión que atraviesan las personas afectadas por estas catástrofes que exceden las fronteras del tiempo y el espacio? ¿La confusión que viven al lidiar con el peligro de lo tóxico?

         Hablar sobre violencia lenta es abordar de forma directa las políticas actuales de la velocidad. La selección de pasajes que teje Gerber Bicecci en un relato inquietante muestra la complejidad de la situación de Nuevo Mercurio como si miráramos ese desastre humano y ambiental en cámara lenta: cada día se vive con el miedo y el desconocimiento sobre los problemas de salud que aquejan a la población, más los problemas que, se teme, traerá el futuro. La frustración respecto al abandono gubernamental emerge; el sufrimiento físico y psicológico es una mezcla de dudas, sospechas, miedos y una espera interminable.

         La compañía es entonces una historia sobre la confusión, los errores y la ceguera respecto a la toxicidad en la que se ve inmerso una población, así como de su habituación silenciosa a la contaminación. El papel de las artistas es, quizás, escuchar el eco de la memoria colectiva y encontrar los dispositivos, formas y estrategias para mostrarlo pero sin imponerle un orden. La polifonía es una elección acertada para narrar una violencia que es difícil de asir.

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